Ante una crisis conyugal grave, lo primero es conocer las actitudes de los cónyuges y del terapeuta respecto al divorcio
Qué duda cabe, una buena comunicación en la pareja previene contra los conflictos y el fracaso que supone la separación o el divorcio. Pero sólo con la comunicación no es suficiente.
Es imprescindible establecer, en la medida que sea posible, cuáles son las actitudes respecto de la separación y/o el divorcio en cada uno de los cónyuges, que sufriendo determinados conflictos conyugales, consultan por este motivo con el experto terapeuta de pareja.
Desvelar las actitudes que subyacen agazapadas en cada uno de los cónyuges es de vital importancia, puesto que de ignorarse estas resulta muy difícil atinar con el tipo de intervención que es necesario establecer para “sanar” el sustrato permanente y resistente al cambio, desde el cual se sostienen, precisamente, las relaciones conyugales.
Por contra, si el terapeuta ha realizado estas indagaciones previas y ha identificado las actitudes de cada uno de los cónyuges, respecto de la continuidad o no de sus relaciones conyugales, es mucho más probable que se acierte con las estrategias de intervención que, de un modo más eficiente, les ayudará a resolver sus problemas.
De aquí que tales indagaciones deban afrontarse cuanto antes; y si fuera posible, en las primeras consultas.
La individuación, identificación y apresamiento de las posibles conductas-problemas generadoras del conflicto y/o de la decisión de separarse es también una de las primeras cuestiones que debieran ser exploradas.
Es probable que algún lector pueda hacer una objeción a lo que se acaba de afirmar por el hecho de que, según lo aquí sostenido, el terapeuta parece ponerse siempre de parte de la estabilidad y permanencia de la pareja. Esta objeción no es propiamente tal, puesto que constituye el motivo y la meta que justifica la consulta de la pareja.
Cualquier terapeuta de familia debe procurar defender el vínculo y la relación existente entre los cónyuges pues, de lo contrario, podría quedar deslegitimada y/o vacía de sentido su misma acción terapéutica.
Es decir, si la pareja quiere extinguir su relación y dejar de constituir tal pareja, la terapia de pareja no tiene sentido alguno, puesto que para conseguir tal fin no precisa ninguno de los cónyuges consultar con el terapeuta.
Es cierto que cada uno de ellos puede recibir ayuda con el terapeuta de pareja por otras muchas razones como, por ejemplo, para disminuir su ansiedad a causa de la separación matrimonial, para aliviar su reacción depresiva, para afrontar cualquier otra de las muchas consecuencias, más o menos patológicas, que se derivan de la
ruptura conyugal (consumo de alcohol, aislamiento social, búsqueda de otra persona con la que establecer un nuevo vínculo, custodia, visita y educación de los hijos, etc.) y/o para resolver los numerosos y nuevos eventos que acompañan y siguen a la ruptura (familias monoparentales, reconstituidas, etc.).
La intervención en muchos de estos casos estaría a caballo entre la clínica y la terapia de pareja; otros, sin embargo, pertenecen con toda propiedad a la terapia de la pareja, precisamente porque esos posibles desajustes están originados por los conflictos conyugales.
Si restringimos la acción de la terapia de pareja a sólo aquellas intervenciones en las que el impacto terapéutico incide exactamente en la familia, concluiremos que, efectivamente, las actitudes de los terapeutas deben estar a favor de la continuidad y estabilidad familiar, siempre que ello sea posible.
De lo contrario, hasta es posible que la acción del terapeuta contribuya a ampliar o a aumentar las consecuencias nocivas de la separación, perpetuando así, sin quererlo, los conflictos que supuestamente habría de resolver.
Por eso, debiera reservarse el término de terapia de la pareja para designar sólo a aquellas intervenciones que apuntando al núcleo familiar al que van dirigidas, actúan sobre los cónyuges y sus posibles interacciones.
Por el contrario, debería conocerse simplemente como psicoterapia o terapia individual, la terapia que se aplica a un solo miembro de la familia, sin centrar la atención en su contexto familiar, aún cuando el origen de sus problemas esté vinculado a ese contexto.
En definitiva, que la ética profesional recomienda al terapeuta de pareja el empleo de aquellos procedimientos y estrategias tendentes a recuperar, reavivar u optimizar las relaciones conyugales y familiares existentes entre los cónyuges y entre estos y sus hijos, es decir, a luchar en pro del núcleo familiar y no en su contra y disolución.
En el marco de las terapias de pareja, comportamental-cognitiva y sistémica, conviene establecer cuáles son las específicas estrategias que resultan más eficientes, además de más específicas para la resolución de tales conflictos.
El concepto de eficiencia que aquí se emplea engloba no sólo el análisis del coste/beneficio y del coste/eficacia de la terapia, sino también la duración de la intervención, así como las indicaciones y contraindicaciones que la experiencia empírica ha puesto de manifiesto respecto del empleo alternativo o no de cada una de las estrategias de intervención por las que se opta.
Por Aquilino Polaino-Lorente
Fragmento del libro Divorcio, ¿cómo ayudamos a los hijos? publicado en marzo de 2015 por la editorial Stella Maris