Un ciclista campeón nombrado Justo entre las Naciones
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El membrillo –quizá una de las plantas conocidas más antiguas (lo cultivaban los babilonios 2000 años antes de Cristo, hablaban de él los griegos y hacían canciones los romanos)– es una planta resistente y perfumada que se adapta bien a la sencillez de las personas generosas, a la generosidad de las personas sencillas, a la bondadosa franqueza de los puros de corazón.
Quizá por eso, o quizá por una extraña casualidad, en el Jardín de los Justos de Padua –el parque de Padua creado para recordar a las personas que con sus acciones se opusieron a los diversos genocidios del siglo XX– el membrillo fue plantado para convertirse en la memoria de Gino Bartali, el Ginetaccio nacional declarado Justo entre las Naciones, quien dijera “todo equivocado, todo por hacer” y también “si el deporte no es escuela de vida y no es solidaridad, no sirve de nada”.
Gino Bartali fue el épico rival de Fausto Coppi, el hombre del Gran Premio de la Montaña y de las camisetas amarillas del Tour. La bicicleta solitaria al mando, la leyenda. Es una de las caras más famosas del siglo XX deportivo.
El siglo XX del poder, del aniquilamiento, de la locura y de las terribles tragedias. Ese con dos guerras mundiales, en donde la blasfemia parecía la forma más adecuada para quien había escapado de las locuras humanas. Pero también de sus opuestos: de la caridad escondida y de los ataques locos del amor, de la tenacidad y la fuerte esperanza, de los deportes épicos y la religiosidad popular.
Aquí surge la espléndida historia oculta de Gino Bartali: obligado a permanecer escondido durante algunos años a causa de la guerra, vuelve a aparecer para salvar a personas cuya historia se encontraba en peligro a causa de la barbarie humana.
Ya no es el Izoard o el Sestriere, el Stelvio o el Alpe d’Huez sino el viaje de 380 kilómetros –recorrido al menos cuarenta veces entre septiembre de 1943 y junio de 1944– entre Florencia y Asís. Llevaba escondidos bajo el asiento o el manubrio cientos de documentos falsos para entregar a un convento para poder imprimir documentos falsos para los judíos.
No se visitó de amarillo, el color del Tour de France, como en 1938 y en 1948, pero llevó siempre impreso en el corazón la victoria de haber salvado a 800 personas de las garras de la locura.
Asís y luego Génova: los paseos solitarios en bicicleta para recaudar fondos de organizaciones internacionales y traerlos de vuelta a su Florencia, a la comunidad judía. Con la puerta de casa siempre entornada, a causa de una hospitalidad humana que estaba siempre a la mano, como en el caso de las cuatro personas de la familia Goldenberg.
Fue en vano el aliento de la policía fascista que lo acorralaba, los espías que pedaleaban contra él, la adversidad del miedo y la sospecha: el carácter del hombre era una roca dura de arañar, el deporte había forjado el cuerpo y la fe el corazón.
Como escribió de él Gianni Brera, en su rabia agonística “no existía la dulce resignación del místico, más bien, la fuerza de los santos guerreros”. Fue en vano, por lo tanto, y de nada valdrá a los seguidores del Bartali escondido, la barbarie de la adversidad, desde el momento que para ellos vale el lema atribuido a Hannah Arendt que está escrito en el gran muro del Jardín de Padua: “Se puede siempre decir sí o no”.
Tener ese “sí” o “no” escondido toda la vida como sucedió con Bartali, porque “ciertas medallas se llevan en el alma, no en la chaqueta”.
El Bartali que dejó a la familia, al margen de casi todo, el testamento más luminoso firmado en uno de los siglos más oscuros: al final de todo, lo que queda es sólo el amor. Mucho más que los deportes épicos, más allá de la gloria de los altares, y mucho y muy por encima de la memoria de la gente del lugar. La vida.