La última hora vale tanto como la primera y todas son sólo la antesala de una vida para siempreAl pensar en la muerte uno piensa en la vida. La muerte se presenta ante nuestros ojos de forma incontestable. Pero cuesta imaginar lo que haríamos con nuestra vida si supiéramos el tiempo que nos queda.
El filósofo francés Roger Pol-Droit se ha preguntado en qué emplearía la última hora que le quedase si le anunciaran su muerte inminente. En la última hora de su vida él no elegiría estar con sus seres queridos, darse a los placeres o ponerse a rezar, sino transmitir lo que sabe.
No sé bien qué haría yo con mi tiempo si tuviera sólo una hora de vida por delante. No creo que esa hora la empleara en escribir. Pensaría más bien en las personas a las que amo y buscaría pasar esos minutos con ellas.
Trataría de hablar algunas cosas nunca dichas con personas que han marcado mi vida. Agradecer es de bien nacidos y trataría de hacerlo. Dar gracias por la vida y por aquellas personas que la han marcado. No creo que siguiera haciendo lo mismo que estaba haciendo en ese momento.
Domingo Savio, cuando le preguntó Don Bosco mientras jugaba qué haría si en ese momento llegara el fin del mundo, le contestó con candidez: “Seguiría jugando”. Lo diría, es verdad, porque no tenía nada que perder. Nada que temer. Porque uno está tranquilo cuando no tiene deudas pendientes, cuando sabe que hace lo que Dios le pide.
Creo que yo no seguiría con lo que estuviera haciendo en ese momento. Depende de lo que fuera. Pero sí sé que tendría paz. Creo que uno muere como ha vivido. Eso me alegra. Pensar en ese momento en el que sólo tendré que encontrarme con quien me espera desde siempre no me turba.
Tabú
Pero es cierto que hoy la muerte se trata de tapar. Casi como si no fuera un problema. O algo tan temido que sólo hablar de ello nos produce demasiado dolor. Comenta este filósofo:
“Nuestra sociedad quiere eliminar completamente lo negativo y, del mismo modo, intenta ocultar nuestra finitud. Esta es la época de lo ilimitado y la muerte es nuestro límite principal. Recordar esto es lo que nos hace humanos.
Antes uno moría acompañado, lo cual era muy humano, ahora se muere solo. Hoy la idea de la muerte es algo que se quiere ocultar, pero como los seres humanos siguen muriendo, es difícil velarlo del todo. Creo que este horizonte finito es el que vuelve nuestra vida más humana”.
Huimos de la muerte y siempre nos aguarda. No queremos hablar de ella. Como si lográramos eliminarla al no mentarla. No es así. Sigue esperando.
Nos hace bien hablar de la muerte en la enfermedad. Podemos expresar lo que no expresamos si la muerte es un tabú. Aceptar el hecho de la muerte, de la finitud de nuestra vida, nos hace más humanos. Más sensibles, más humildes.
No sé lo que haría en mi última hora de vida. Sí sé que quiero vivir intensamente cada momento, cada hora, cada día. Como si fuera la última oportunidad que tengo para amar.
Pero sé que a veces no lo hago y me quedo en superficialidades, sin darlo todo, sin dejarme la vida en el intento por amar con todo el corazón.
La muerte para nosotros es el comienzo de una vida verdadera. Es el inicio de un amor definitivo. No se puede dar sentido a todo lo que vivimos sin esa perspectiva.
Decía Anselm Grün:
“La fe reinterpreta toda nuestra vida. Se refiere al éxito y al fracaso, al nacimiento y a la muerte, a la salud y a la enfermedad, a la felicidad y a la desgracia, a todas las experiencias que nos resultan muchas veces oscuras y que no sabemos cómo entender.
A las experiencias de crisis que sacuden nuestra vida, a las experiencias de la soledad y la desesperación, del vacío y de lo absurdo, de la decepción y de no ser comprendido, de la desprotección y de la extrañeza. Yo no puedo darme mi propia significación, debo recibirla directamente de Dios”.
Dios le da sentido a nuestra existencia. La última hora vale tanto como la primera. Y todas son sólo la antesala de una vida para siempre. Las horas que invertimos. Las horas que merecen la pena.
Si aprendiéramos a darle sentido a nuestra vida mirando a Dios… Mirando esa vida eterna que aguarda. Vivir con esta esperanza le da una significación nueva a lo que hacemos. Así sí merece la pena vivir y morir, alegrarnos y sufrir. Así el amor que entregamos es semilla de eternidad.
¡Cuánto nos cuesta postrarnos, arrodillarnos, humillarnos! Es difícil abajarnos. Cuando uno está postrado en el suelo está solo. Nos gusta estar de pie, ser fuertes.
Nos gusta controlar la vida. No necesitar a nadie, no ser vulnerables. Anhelamos la fortaleza que tantas veces nos falta. La postración es una humillación excesiva.
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¡Qué bien me hace postrarme! Ver la vida desde la tierra. Así la vivió Jesús en cada caída camino al Calvario. Así vio su vida aquella noche de Jueves Santo. Me impresiona su libertad interior. Su corazón es más libre que nunca. Lo condenan. Pero sabe su verdad.
Él no condena. Perdona. Cargan la cruz y la abraza. Le clavan y los mira con amor. Se cae y acepta que le ayuden. Le niegan y ama y mira. Busca a María. Ella le mira todo el tiempo. Va a su lado. Le comprende. Él a ella. Con la mirada se sostienen.
¡Qué difícil verle tan frágil! ¡Cómo le admiraría por su amor tan grande! No puede quitarle la cruz. ¡Qué impotencia para una madre! Pero sí podía sostenerlo, alentarlo.
Nunca fue tan Dios como ahora, tan vulnerable. Tan necesitado hasta para caminar. El Dios cercano, que ama, espera, no impone, se entrega, no se acuerda del pecado, lo da todo y acepta todo, toma el dolor en sus manos para que nadie pueda sentirse abandonado en Él.
¡En la cruz Jesús nos ama tanto! Dice san Juan de Ávila: “En la cruz Jesús amó más de lo que sufrió”. Es imposible dar más.
Jesús quiso entender tantas cosas estos días santos. Las luchas más difíciles son en nuestro interior. Se enfrentó con su historia. Se postró ante el Dios que lo amaba con locura. En el huerto lo entregó todo. Conquistó su paz. Se hizo libre por dentro.
Escribe el Padre José Kentenich:
“Mirando la historia universal, podemos constatar en la historia de nuestra propia vida cuán maravillosamente Dios ha conducido su plan universal. De allí tenemos que aprender a entrar dentro de nosotros mismos y sondear razonable y tranquilamente: ¿No encuentro ahora, detrás de los hilos enmarañados de la historia de mi vida, una armonía maravillosa?”[1].
Ya nada podría quitarle esa libertad interior. Entre los hilos enmarañados descubrió el querer de Dios. Había vivido toda su vida en el corazón del Padre. Ahora se abandona en el momento de mayor oscuridad. Postrado lo entrega todo libremente.
Me impresiona esa entrega esa noche en el huerto. Un dolor inmenso y tanta liberación. Jesús salta por encima de sus miedos. Pasa por encima de su debilidad y recorre un camino imposible. Se postra, se humilla, se arrodilla. Dios lo levanta con su mano llena de misericordia.
Decía el Padre José Kentenich:
“¡Qué bueno es el Padre, que grandioso es su amor! Sí, así sabe retribuir el Padre. Amor eterno con amor eterno. Sufrimientos inacabables con alegría eterna; humillación sin fin con gloria eterna. Y una vez llegará el tiempo, en que te alabaremos de mil maneras, a ti, nuestro Padre, de eternidad en eternidad”[2].
Después de la humillación viene la gloria. A la turbación sucede la alegría para siempre. Ya no habrá lágrimas ni dolor. Ya no habrá limitación ni pobreza. Nada podrá acabar con la esperanza.
Jesús lo ve todo en medio de la oscuridad de la noche en el huerto. No deja de conmoverme este instante de luz. Jesús comprende y se deja hacer.
En la vida tantas veces queremos hacer muchas cosas. Corremos, nos esforzamos, nos afanamos. Las obras de Dios, nuestras propias obras. Nos importa lo que conquistamos, lo que logramos después de una difícil lucha. Queremos hacer. Queremos lograr.
Pero de repente, el tiempo o la enfermedad, nos hacen vivir momentos de limitación. El fracaso, el abandono, la soledad. Momentos en los que, como Jesús, nos postramos. Vivimos entonces nuestra noche de Getsemaní y tenemos que entregar la vida torpemente. Tantas veces sin comprender. Nuestro futuro y nuestro pasado.