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Al mirar a mi madre anciana…

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 06/04/15
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Lo que la vejez nos susurra sobre Dios y sobre nosotros

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Me conmueve la reflexión de una persona al mirar a su madre ya mayor y enferma. Al leerlo pensaba en Jesús llevado a la cruz. Pensaba en su vida que ya no le pertenece.
 
A veces la enfermedad o la vejez hacen que nuestra vida no nos pertenezca. Les pertenecemos a otros que nos quieren y nos cuidan y conducen nuestros pasos tomando decisiones por nosotros. Así es Dios con nosotros.
 
Pensaba en la madre de esta persona que vivía con tanta paz esa etapa de su vida:

Estar con mi madre. Escucharla aunque no tenga sentido lo que dice. ¡Qué importa! ¡Cuántas cosas que decimos tampoco tienen sentido! A lo mejor ella ve una realidad mejor de la que yo veo. A lo mejor ya vislumbra el cielo en sus ojos confusos.

Me alegra saber que está allí, a mi lado. Me alegra verla sonreír por cualquier cosa. Me gusta verla sentada, o de pie recorriendo la casa a su ritmo pausado. Me gusta su mirada abierta y llena de luz. Creo, que, con el tiempo, se va pareciendo más a los ángeles. Eso me da mucha paz.

El paso de los años va limpiando su piel y su mirada. Ya no hay malicia. Sólo esa inocencia sagrada de los niños que ella ha recuperado mágicamente. Eso me sorprende y alegra. Llegamos a ser niños otra vez con el paso del tiempo. Ya no nos afecta tanto el entorno, porque todo es mágico.

La miro, y veo a Dios. La miro y mi corazón se conmueve. Definitivamente mi madre es mejor ahora que nunca. Mucho mejor. Más de Dios, más tierna y trasparente, más llena de luz y sonrisas. Me alegra el corazón. Su vida me da paz”. 
 
Me conmueve esta mirada sobre su madre. Me conmueve pensar que los años puedan hacerme más parecido a Dios, a los ángeles. Me emociona ese amor de Dios que limpia nuestro corazón. Me gusta la mirada de esa madre que siempre se alegra con aquel al que ve. Jesús miraría así. Es la mirada de aquel que se ha entregado.

Somos más de Dios cuando no nos empeñamos en retener, en hacer, en conquistar. Cuando no nos obsesionamos por cuidarnos, por hacer que nos respeten. Ya no hay barreras ni límites. Nos postramos. Nos humillamos. Nos dejamos llevar cuando pasan los años y vacilan las fuerzas. Nos dejamos hacer como Jesús llevado hasta el Calvario.

La vejez y la enfermedad rescatan la pureza de lo que somos en lo más hondo del alma. Nos asemejan más a Dios. Nos hacen más trasparentes. Dejan brillar la luz que hay escondida en el corazón.

Se acaban los ropajes y las palabras que buscan explicaciones. Sólo queda una sonrisa cuando libremente nos sabemos más de Dios y ya menos de los hombres. Como si estuviéramos ya yéndonos suavemente sin querer atarnos a la tierra que sólo nos sostiene. 

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