¿Qué diferencia hay entre tener miedo y tener temor de Dios?
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Quisiera detenerme en el nexo entre el miedo y la religión, y no sólo por ese lugar común del arma del infierno esgrimida por la fe como instrumento de sometimiento humano, arma impropia seguramente usada en la historia y a menudo fines ocultos e interesados. No, hay un aspecto más serio a considerar: el temor es estructural en la religión auténtica, a su propio planteamiento.
Esto lo demostró en su tiempo Rudolf Otto en su célebre ensayo Lo sagrado (1917) con el aclamado binomio del tremendum y de lo fascinosum, considerado como categoría religiosa radical. El vínculo con la divinidad, si se nutre con la atracción ejercida por el misterio, está al mismo tiempo lleno de temor reverente hacia la trascendencia.
Se percibe, por tanto, la necesidad de hacer una distinción que en nuestros días ha disminuido y que es una pérdida: entre el miedo y el temor. En griego, la palabra para el miedo phobéomai deriva de phébomai (huir). Por esto, Aristóteles reprobaba los miedos como reacción irracional y los estoicos la colocaban entre las cuatro pasiones de las que el sabio se libera, eligiendo el camino de la ataraxia, es decir, la de la quietud indiferente, serena y calmada. Era, por tanto, casi un vicio.
El temor, en cambio, es ya para Homero una virtud, es el respeto venerante hacia la epifanía divina, es la conciencia del límite humano y de la grandeza del océano de misterios que nos envuelve y supera. Es interesante notar que esta distinción se hace en toda la Biblia, que sigue siendo nuestro código cultural radical, y es notable el hecho de que el significado de la raíz hebrea yr’, que se cita 436 veces en el Antiguo Testamento, y del greco phobéomai/phobos del Nuevo Testamento (142 veces) se base en esta antítesis entre miedo y temor.
Así, “el temor del Señor es el comienzo de la sabiduría” (Pr 1,7) y el llamamiento constante a los creyentes es este: “Temed al Señor, sus santos, porque no hay indigencia para quienes le temen. Venid hijos y escuchadme: quiero enseñaros el temor del Señor” (Sal 34,10.12).
Para describir el éxito de la Iglesia de los orígenes, Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, escribe: “La Iglesia estaba en paz y se edificaba y progresaba en el temor del Señor, llena del consuelo del Espíritu Santo” (9,31). El temor genera paz, es más – la paradoja va más allá – el temor coexiste con el amor, como se lee en el Deuteronomio: “Qué te pide el Señor tu Dios, si no que temas al Señor tu Dios, que sigas sus caminos, que le ames, que sirvas al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma” (19,12).
El miedo, en cambio – nota Juan en su primera carta – no puede relacionarse con el amor: “En el amor no hay temor; al contrario, el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor supone el castigo” (4,18). Y esta frase bastaría para demoler una religiosidad que se alimenta solo con el miedo al castigo infernal.
Hay algo más: el respeto reverente y “temeroso” para Dios es fuente de confianza y vence el miedo. Por esto el creyente autentico sabe que no está solo cuando entra en el territorio oscuro del miedo, sino de tener junto a sí una presencia trascendente. Es significativo el grito de los profetas dirigido a un pueblo desanimado y en duda: “¡No temas, gusano de Jacob, larva de Israel! Yo te ayudo, oráculo del Señor” (Is 41,14). Y Cristo, a su desaparecido grupo de discípulos: “No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros su reino” (Lc 12,32).
Por esto, repetidamente, frente a las varias pesadillas de la historia, las páginas sagradas repiten un llamamiento que nace del temor-fe y que está destinado a borrar el miedo: “No tengas miedo: sólo sigue teniendo fe”, “A los cansados de corazón, repetid: ¡Valor! ¡No tengáis miedo!”, “¡No tengáis miedo a los que matan el cuerpo!”. Y así decenas y decenas de citas.
Hay un último tema que hace necesario el temor, y es el respeto de la moralidad: el Decálogo fue revelado, según la Biblia, durante una teofanía que genera adoración y reverencia. El marco es una tempestad, hecha de “truenos, relámpagos y una densa nube sobre el monte, con un sonido fortísimo de cuerno…, el monte Sinaí humeaba… como el humo de un horno, y retemblaba on violencia” (Ex 19,16-18).
El temor “concurre en la formación de la conciencia moral que rechaza los impulsos transgresores”. Para la religión, el temor arriba descrito cumple esta función, pero es también algo más porque surge de una confianza hacia un Dios que “no quiere la muerte sino la vida” y, por tanto, te indica la vía libre del bien y de la justicia.
En este punto, nuestra apología del temor que vence el miedo podría aplicarse al presente en que vivimos, presente dominado por el miedo. Necesitamos reencontrar ese temor que es respeto del otro, el prójimo, y por ese Otro que es Dios o el misterio (según las diversas opciones).
Necesitamos volver a encontrar ese temor que es principio de moralidad y que condena la arrogancia inmanentista, la transgresión ciega, instintiva, brutal, inhumana y blasfema, aunque venga en el nombre de Dios “tomado en vano”. Necesitamos encontrar ese temor que es confianza y fraternidad, porque todos somos criaturas, partícipes de los mismos miedos y de la misma fragilidad.
A la lógica del duelo que nace del miedo al otro hay que sustituir el dialogo que nace del temor, que es respeto al otro y a su diversidad. Precisamente como enseña a parábola tibetana del viandante en el deserto. Un hombre ve perfilarse en el horizonte ante él una figura que avanza: parece una bestia. Por desgracia en el desierto no hay escapatoria, hay que seguir, aunque sea con el terror en el corazón.
La figura, haciéndose menos lejana, se revela ser humana. Pero el miedo no cesa: podría ser un bandido solitario. El viandante avanza ulteriormente, pues no tiene alternativa. No se atreve a levantar los ojos. Al final quedan enfrente: “Alcé los ojos, le miré a la cara: era mi hermano, a quien buscaba durante años”.
[Tomado de Gianfranco Ravasi, "Conoscere il proprio cuore. Imparate da me" (Edizioni San Paolo)]