El fuego sólo es un modo expresivo e incisivo de poner en escena el juicio divino sobre el mal
“Infierno” es ya una palabra un poco pasada de moda, incluso en el lenguaje religioso: hemos pensado en soplar la ceniza que se había depositado sobre este argumento incandescente (la imagen del fuego, como veremos, es capital) y volver a proponer algunos aspectos.
El infierno ha sido un poco condenado al ostracismo por distintas razones. Hay quien lo considera el hallazgo de un paleolítico espiritual ya mohoso, y como mucho, con el filósofo francés Jean-Paul Sartre (1905-1980), proclama que “el infierno son los otros”, o sea, el prójimo cruel y aburrido.
Hay en cambio quien afirma de modo perentorio, citando el poema póstumo (1886) El fin de Satanás de Víctor Hugo (1802-1885), que “el infierno está todo entero en esta palabra: soledad”, la cual es el campo de juego de Satanás.
Está también la bien fundada convicción del filósofo del siglo XIX americano William James (1842-1910), según el cual “el infierno del que habla la teología no es peor que lo que nosotros nos creamos a nosotros mismos en este mundo”.
Y efectivamente, como con la gracia divina acogida y vivida en nosotros ya se experimenta el paraíso de la salvación, así quien peca y odia ya está colocado en uno de eses círculos simbólicos que admirablemente Dante describió y pobló en los cantos de su infierno.
Después de todo, ya san Juan ponía en boca de Jesús estas palabras: “Quien no cree ya está condenado” (Jn 3,18).
Que el infierno, por lo demás, esté vacío, se ha repetido a tiempo y destiempo en base de una reflexión mucho más ponderada y compleja del famoso teólogo Hans Urs von Balthasar (1905-1988): hay que ser conscientes de que, si bien la misericordia de Dios es inmensa, superior no sólo a nuestro pecado, sino a su propia justicia –como ya enseñaba también el Antiguo Testamento (cf Ex 20,5-9; 34,6-7)-, también es verdad que existe la libertad humana, tomada en serio por Dios que la respeta hasta sus extremas consecuencias, también la del rechazo radical y total del bien y del amor.
Escribía justamente la novelista alemana Luise Rinser (1911-2002): “Esta es mi precisa idea del infierno: uno está allí sentado, completamente abandonado por Dios, y siente que ya no puede amar, nunca más, y que nunca más encontrará a un hombre por toda la eternidad”.
Pues bien, si seguimos la Biblia, sabemos que es central un símbolo para representar el infierno: el fuego.
También la imagen espacial de la Gehenna, que en hebreo significaba “valle de los hijos de Hinnon”, atraída consigo la idea de un incendio, porque era el lugar donde tenía lugar la combustión de los desechos de Jerusalén y donde se llevaban a cabo cultos paganos prohibidos, en los que se quemaba incluso a los hijos, inmolándolos para aplacar a la divinidad (son las “alturas de Tofet” a que alude Jeremías 7,30-33).
La transformación de la Gehenna y del fuego en un símbolo infernal, sin embargo, es un resultado típicamente cristiano, ligado a las palabras de Jesús (el profeta Joel, como mucho, recurre a un lugar cercano a la Gehenna, el valle de Josafat, para colocar en él la sede del juicio divino final sobre la historia: cf Jl 4,2.12-14).
Estos son solo un par de ejemplos. “Si tu mano [después: el pie y el ojo, ndr] te es de escándalo, ¡córtala! Es mejor para ti entrar manco en la vida que ir con las dos manos a la Gehenna, al fuego inextinguible” (Mc 9,43-48).
En el juicio final a los impíos se reserva esta amenaza de Cristo: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus seguidores” (Mt 25,41).
La imagen pasará también en san Pablo, que destina a “ser quemada” la obra malvada del apóstol, porque “la desvelará ese día que se manifestará con el fuego, y el fuego mostrará cuál es la obra de cada uno” (1Cor 3,13-15).