El Papa Francisco ha iniciado un proceso de apertura que incluye debatir en público determinadas posiciones eclesiales, hoy difíciles de asumir para mucha gente, incluyendo muchos que se consideran católicos
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Cumplidos dos años de su pontificado hay que reconocer que el Papa Francisco no sólo ha conseguido la atención de los medios de comunicación e incluso de quienes se sentían más alejados de la Iglesia, sino que también ha desatado una serie de oleadas en su contra procedentes de sectores con sensibilidades tanto de izquierdas como de derechas.
Apenas fue elegido y ya se escucharon las primeras voces críticas, que en este caso procedían de Argentina. En aquellas primeras semanas algunos periodistas y personas interesadas comenzaron a difundir el bulo de que el Papa había colaborado con el gobierno durante la sangrienta dictadura del General Videla. Ciertamente se pudo comprobar en poco tiempo que no sólo no había sido así, sino que el Papa fue un verdadero héroe salvando a muchos perseguidos incluso a riesgo de su propia vida.
Estos primeros ataques contra la honorabilidad de Francisco provenían sobre todo de fuera de la Iglesia, pero pronto la discusión se instaló en casa. Al aparecer la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium muchos se indignaron por su claro posicionamiento en contra de algunas teorías neoliberales defendidas por economistas, políticos, filósofos y teólogos conservadores.
Una verdadera lluvia de invectivas vino de sectores católicos ligados a ideologías consideradas “de derechas” y también del Partido Republicano de los Estados Unidos, de bases tradicionalmente protestantes. Hubo quien negó el carácter cristiano del Papa por estar en desacuerdo con las políticas que generan una desigualdad creciente en todo el mundo o lo tachó inmediatamente de “marxista”. Las críticas eran injustas y desacertadas, pero mostraron hasta qué punto los ánimos pueden llegar a exaltarse ante el testimonio sincero de un hombre valiente.
No han sido las únicas polémicas, ni siquiera las más fuertes. Tal vez la más intensa y de mayor calado ha sido la generada por las discusiones del último Sínodo sobre la Familia, básicamente por dos cuestiones delicadas: qué supone para el sacramento del matrimonio aceptar la comunión de los divorciados que se han vuelto a unir con una tercera persona, y la atención pastoral a los homosexuales.
Muchos católicos querrían una Iglesia en la que no hubiese discusión ni discrepancias y que proyectara una imagen nítida de unidad fraternal, porque tal vez así diese un grandioso testimonio al mundo. Lo cierto es que la Iglesia, que es santa, lo es a pesar de nuestra frágil humanidad, no por nuestros esfuerzos, sino por ser la Esposa de Cristo. El amor mutuo que Cristo nos pidió no es el de las lápidas que se alinean quietecitas formando calles en los camposantos.
La Iglesia es el pueblo de Dios, un pueblo vivo y rico que se expresa en diferentes modalidades culturales, artísticas, políticas, y en propuestas y criterios que varían según las áreas geográficas, las sensibilidades y las circunstancias históricas. Un pueblo que nace de una experiencia real, que tienen y han tenido hombres y mujeres de los últimos veinte siglos, y que consiste en encontrarse dentro de la vida ordinaria con la realidad viva y extraordinaria de Cristo.
Como nos recordaba Benedicto XVI en Deus caritas estresulta un error pensar que alguien se hace cristiano por estar de acuerdo con una visión ideológica o moral, y no lo es menos pensar que el desacuerdo con determinadas intervenciones del Papa, o con decisiones morales que pueden ser comprendidas de maneras distintas en diversas épocas, nos deja a nosotros, o a otros, fuera del pueblo de Dios.
Más bien conviene entender que el encuentro con Cristo pone ante nosotros y a la vez elementos objetivos y subjetivos. El elemento objetivo fundamental es Su Presencia y, junto a ella, Su Palabra, que está en el Evangelio y es interpretada y comprendida por la Iglesia especialmente en los dogmas. Esto es evidente: no se puede ser cristiano si nos alejamos de Cristo para construir una religión a nuestra medida y según nuestros intereses, o adaptada a nuestras pasiones o pecados.
No obstante, sería un error no darnos cuenta de la importancia del elemento subjetivo, es decir, de que el Encuentro con Cristo es de cada uno y, a la vez, no de cada uno como individuo solitario, sino dentro de una tradición, de un pueblo, de unas circunstancias personales e históricas.
Precisamente ese elemento subjetivo es el que, alentado y provocado por el Espíritu Santo, hace multiplicarse las expresiones de la fe con tantas y tan singulares muestras de piedad popular, con movimientos eclesiales que manifiestan peculiaridades propias, con diversidad de ritos complementarios que no llegan ni por sí solos ni en conjunto a agotar la riqueza insondable del Misterio de Cristo. La variedad no es una amenaza para la comunión, sino una expresión de la misma dentro de lo humano. Comunión no es, de ninguna manera, uniformidad.
Me parece que algunas críticas a Francisco vienen de personas que han caído en la tentación de pensar que el Papa sólo está en lo correcto si está de acuerdo con lo que estos sujetos piensan, o tal vez si se limita al contenido del pensamiento dominante, sin darse cuenta de que las posiciones intelectuales pueden cambiar y de que no tienen por qué tender siempre hacia lo mejor ni estar en lo cierto. En otras palabras: la ideología es pasajera, pero la realidad es terca como una mula.
La Iglesia debe mirar al mundo y los cristianos han de vivir su fe en un ámbito contemporáneo e intentar comprender siempre cuál es la actualidad del mensaje evangélico para el hombre y la mujer de hoy, sin cerrarse en postulados que eran adecuados en un determinado momento pero que tal vez no son la manera mejor de afrontar el presente. Esto no significa cambiar el mensaje evangélico, sino leerlo para la cultura a la que se dirige o, en palabras del Decreto Christus Dominus del Concilio Vaticano II, explicar la doctrina cristiana con métodos que “respondan a las dificultades y problemas que más preocupan y angustian a los hombres.” (§ 13)
En este sentido el Papa se convierte en un referente para calibrar la relación entre la teología cristiana y el mundo, y ésta es una de las razones que nos llevan a no minusvalorar la importancia del Magisterio. Por supuesto que esto no significa que Francisco pueda cambiar la Palabra de Dios ya que, al fin y al cabo, es sólo un hombre. De ninguna manera, por ejemplo, puede un Pontífice imponer una visión del matrimonio ajena a las palabras de Jesús que leemos en Mateo 19 1-12, pero sí puede (y debe) encontrar espacios en los que divorciados y homosexuales puedan sentirse acogidos y cómodos.
El Papa ha iniciado un proceso de apertura que incluye debatir en público determinadas posiciones eclesiales que son hoy difíciles de asumir para mucha gente incluyendo, sería absurdo ocultarlo, a tantos que se consideran católicos. Esto no debe asustarnos. Lo que tendría que darnos miedo es que los cristianos no se preocuparan de las dificultades vitales que tiene cada época y asistieran pasivamente a una incomprensión general de su fe.
Por eso no nos debe molestar que existan diferencias o discusiones dentro de la Iglesia. Más bien tenemos que cuidarnos de mirar la realidad desde la luz de Cristo para poder amarla y entenderla, acogiendo a los demás y a sus puntos de vista con cariño y sabiduría, así como de no quedar encerrados en una visión ideológica que nos alejaría de la Presencia del Señor, que es quien hace nuevas todas las cosas.