¿De qué podemos estar, verdaderamente, seguros?
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La necesidad de certidumbre es tan vieja como la humanidad. Siempre se la ha buscado y también otras tantas se ha escabullido. La búsqueda de la felicidad solo puede convencernos de que existe la incertidumbre.
Hoy se cree haber encontrado lo seguro en la técnica, en la ciencia, en el mercado, que pasan a ser endiosados y venerados y se les atribuye todo el poder de creación de soluciones, sin embargo, la incertidumbre se hace cada vez más patente. O la reconocemos y nos amigamos con ella o nos desquiciamos buscando, inútilmente, los medios para evitarla.
Necesidad de sentirnos asegurados
Tenemos una viva necesidad de certidumbre. Necesitamos creer que no existen dudas acerca de que si es correcto o no lo que decidimos y hacemos.
A veces deseamos de todo corazón que otros o el azar decidan por nosotros, creyendo librarnos así, de la angustia ante la disyunción, mientras levantamos murallones para sentirnos protegidos ante lo incierto.
La sociedad no escasea material para construirlos, como la rutina apaciguadora, el trabajo compulsivo y las diversiones y distracciones programadas.
Hay por demás estudios económicos hechos por especialistas, encuestas probabilísticas, asesores que creen tener las soluciones de lo que está por venir en una carrera infructuosa por desplazar a la suerte.
El mercado ofrece cientos de opciones para asegurarnos la vida, la casa, la enfermedad, los viajes. Se venden sistemas cada vez más sofisticados de alarmas, GPS, cuentas bancarias monitoreadas.
Todo es una pantalla para evitar reconocer que el azar existe y vive presentándose sin que lo hayamos pedido dando vuelta nuestros planes y previsiones.
Mejor ser consciente lo antes posible de que la vida no depara muchas certezas. Incluso cuando creemos que estamos protegidos de todo riesgo ¿de qué podemos estar, verdaderamente, seguros?
“Un hombre rico había producido mucho: ¿Qué haré, porque no tengo dónde guardar mis frutos? Pensó: derribaré mis graneros, y los edificaré mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes; y diré: Alma, tienes bienes para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma” (Lucas 12, 13-21).
Aunque no tengamos graneros por construir vale entender la intención de la metáfora. Cuando nos creemos asegurados, lo impensable se presenta y lo que suponíamos tan sólido se derrumba como un juego de naipes.
Tratar de excluir el riesgo puede empobrecer gravemente la vida. Siempre nos las hemos ingeniado para compensar también el exceso de seguridad.
A veces, las sociedades que han avanzado económica y socialmente han constituido una organización tendiente a mitigar, lo más posible, el desorden y crear un orden.
Todo parece previsible y demasiado ordenado, pero también se detienen otros aspectos del crecimiento. Aprender implica reconocer que nuestro destino es siempre incierto.
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“Si quieres inmunizarte contra la adversidad, suplica a los dioses invisibles que con la felicidad mezclen también el sufrimiento”, dice Schiller. Pensamos que todo lo que puede acontecernos sin nosotros preverlo puede ser malo pues sale de lo programado.
Sin embargo, todos podremos comprobar recordando situaciones que se nos presentaron sin nuestro beneplácito que si bien, al principio, nos parecieron tragedias, luego, pasado el tiempo comprobamos que fue una experiencia donde salimos fortalecidos y aprendiendo nuevas cosas.
Artículo de Cecilia Barone (es socióloga, psicóloga social y profesora en Ciencias Sociales) originalmente publicado por Familia Cristiana