…y mi testimonio personal con este mártir
El Papa Francisco firmó el decreto para la beatificación del arzobispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero por causa de martirio. Días antes, teólogos y cardenales habían votado por unanimidad a favor, según explicara el cardenal Vicenzo Paglia, promotor de la causa.
Fue asesinado en el altar mientras celebraba misa, en el momento de la elevación de las ofrendas, a pecho descubierto, por el certero disparo de un francotirador.
Su vida resulta inexplicable sin la Iglesia y, ahora, la Iglesia será inexplicable sin este Romero quien, junto a muchos en la historia, dio testimonio del humilde carpintero de Nazaret.
Los dos martirios de Monseñor Romero
El proceso de beatificación de Monseñor Romero ha estado envuelto en la polémica incluso desde antes de iniciar.
Se ha dicho que se prolongó demasiado; pero creo que la apreciación no es exacta. No puede considerarse largo en comparación con otros de la misma naturaleza.
Pensemos en Maximiliano Kolbe y Edith Stein martirizados durante la Segunda Guerra Mundial. Fueron beatificados a los 30 y 45 años de su muerte, respectivamente.
Oscar Arnulfo lo será a los treinta y cinco años desde su martirio, veintiuno desde que se abrió la causa. En este sentido, el proceso de Romero es normal.
Entonces, no es la duración del proceso lo que debe llamarnos la atención, sino los obstáculos que fue necesario sortear, creando la sensación de tardanza.
Su elevación a los altares es un acto de justicia querido por Dios para un sacerdote bueno y justo, martirizado dos veces. Así es, dos veces.
En los años setenta, la polarización política y social en Centroamérica fue causa de prolongadas guerras civiles. Suele echársele la culpa a la Guerra Fría, pero reducir el problema a la confrontación entre capitalismo y comunismo resulta groseramente simplista.
Se vivían situaciones objetivas de prolongada injusticia y opresión causadas por vetustas oligarquías, ante las cuales diversos grupos sociales respondieron con distintos grados de radicalidad, desde movimientos populares no violentos, hasta guerrillas revolucionarias.
No era tan fácil distinguir dónde estaba quién porque el griterío de la confrontación era potente. La situación clamaba al cielo por justicia, la Iglesia escuchó y no pasó indiferente. En medio de tanto dolor tenía que anunciar el Evangelio.
En aquellos años, ser católico en El Salvador era motivo de sospecha y no hacía falta hacer mucho ruido. Bastaba con practicar las obras de caridad, portar una Biblia, ocuparse de los pobres y clamar por la paz para hacerse sospechoso de sedición.
La oligarquía, en una lógica por lo menos paranoide, calificaba de “guerrillero” a cualquier opositor para justificar la represión. Por su parte, los grupos armados sacaban buen partido de la confusión y la alentaban.
En este ambiente fue nombrado Oscar Arnulfo Romero arzobispo de San Salvador, por el papa Pablo VI. Fue un profeta.
Denunció la situación de violencia e injusticia que sufrían los salvadoreños y también la polarización provocada por rebeldes y oligarcas; pero sobre todo los segundos quienes detentaban el poder del Estado y utilizaban indiscriminadamente los instrumentos de la violencia real, simbólica e institucional contra la población.
Monseñor Romero llamó a la razón, al respeto a los derechos humanos orientado por la fe, con un discurso articulado por el Evangelio y la Doctrina Social de la Iglesia. No fue escuchado. El odio de la oligarquía pudo más y, por ser sacerdote católico, lo asesinaron. Este fue su primer martirio, causa de su beatificación.
Al poco tiempo del asesinato estalló la guerra civil. Se firmó la paz en 1992 y en 1994
se abrió el proceso de beatificación. Entonces Romero fue sometido a un segundo martirio.
“Derechas” e “izquierdas” olvidaron al hombre para convertirlo en instrumento de lucha ideológica y coincidieron en su discurso.
Dijeron que era simpatizante decidido de la izquierda revolucionaria, vocero de la “teología de la liberación”, que los Papas no lo querían y que la Iglesia pretendía enterrarlo boca abajo.
La única diferencia era que unos decían lamentarlo y otros celebrarlo. Las mentiras fueron penetrando como la humedad, crearon confusión e hicieron mucho daño. La sensación de tardanza, ante la claridad de su martirio, se comprende.
Desmantelar mentiras
Como vemos, en torno al proceso de beatificación de Monseñor Romero han circulado múltiples mentiras. La más perniciosa sugería un complot de Juan Pablo II y Benedicto XVI para impedir el proceso, finalmente desarticulado por Francisco. Una especie muy útil para cuantos no deseaban su beatificación, fueran de “derechas” o de “izquierdas”.
Se trataba de un burdo intento para separar al arzobispo mártir, de la Iglesia católica, unos con el fin de vilipendiarlo como falso profeta, otros para usarlo en contra de la misma Iglesia.
Las versiones sobre Romero no son ningún secreto y circulan profusamente incluso en internet. Si el lector tiene hígado podrá darse un paseo; pero le advierto que el mío sufrió.
Éstas van desde considerarlo un disfrazado comunista, pasando por verlo como un tonto útil servil a un complot mundial contra quién sabe quién, hasta juzgarlo como un auténtico revolucionario traicionado por la Iglesia en su perversa alianza con la oligarquía, dentro de la cual el Opus Dei habría sido instrumento eficaz. Vaya, ni Dan Brown hubiera podido imaginar tanto dislate.
Las investigaciones serias sobre la vida de Oscar Arnulfo Romero, de manera ejemplar la de Roberto Morozzo, demuestran que gozó del apoyo y la simpatía de Pablo VI, como su causa la de san Juan Pablo II y Benedicto XVI.
El cardenal Vicenzo Paglia, con el célebre investigador italiano a su lado, al anunciar la beatificación, dio la puntilla a tantas mentiras esparcidas como si fueran hechos constatados.
Lo primero fue agradecer al Papa emérito Benedicto XVI por haber destrabado el proceso e incluso señaló la fecha precisa, 20 de diciembre de 2012.
Es conveniente recordar, por nuestra parte, cómo Benedicto XVI, en su visita a Brasil con motivo de la reunión de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano celebrada junto al santuario de Aparecida, afirmó su martirio, denunció la injusta manipulación política contra su persona y planteó la pregunta clave: “¿Cómo iluminar de manera justa su figura amparándola de estos intentos de instrumentalización?”.
A los pocos días del arribo de Benedicto a Brasil llegó la respuesta. La conferencia de Aparecida, en la cual el cardenal Bergoglio jugó un papel decisivo, desactivó esas manipulaciones ideológicas reivindicando la diversidad carismática de la Iglesia, para situarla en el camino de la Nueva Evangelización.
El estilo hace al hombre, dice el dicho, y Benedicto XVI decidió no dejar el asunto pendiente. Hizo valer su autoridad pontificia en el momento preciso, sin aspavientos.
El cardenal Paglia también recordó el respeto y empatía que san Juan Pablo II tenía para el arzobispo mártir. Señaló cómo el asesinato de Romero en el altar caló profundo en el Papa polaco, cual heredero de un pueblo que venera a san Estanislao de Cracovia muerto en condiciones análogas a las del arzobispo salvadoreño.
Citó sus palabras: “lo mataron en el momento más sagrado, durante el acto más alto y más divino … fue asesinado un obispo de la Iglesia de Dios mientras ejercía su misión santificadora ofreciendo la Eucaristía”, para luego insistir con fuerza, en repetidas ocasiones, “
Romero es nuestro, Romero es de la Iglesia”.
También es pertinente recordar que, en 1979, Juan Pablo II desestimó las peticiones del cardenal Quarracino para desautorizar a Romero, así como su oración ante su tumba en 1983 durante su visita a El Salvador, donde ponderó su martirio en el altar.
Pero sobre todo, es necesario traer a la memoria las palabras pronunciadas en el Coliseo Romano durante el memorial por los nuevos mártires, celebrado el 7 de mayo de 2000.
En aquella ocasión el papa Wojtyla declaró: “Acuérdate, Padre de los pobres y de los marginados, de aquellos que testimoniaron la verdad y la caridad del Evangelio hasta entregar su propia vida: pastores apasionados, como el inolvidable arzobispo Oscar Romero asesinado en el altar durante la celebración del sacrificio eucarístico, sacerdotes generosos, catequistas valientes, religiosos y religiosas fieles a su consagración, laicos comprometidos en el servicio de la paz y la justicia, testimonios de la fraternidad sin fronteras”.
Nadie debe sorprenderse por la admiración de estos Papas hacia el pastor que dio su vida por su rebaño. San Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco han tenido en común el haber conocido en carne propia las persecuciones religiosas.
Sin importar mucho que las instrumenten comunistas, fanáticos religiosos, nazis, liberales, dictaduras militares, oligarquías ramplonas o populismos de distinto signo, todas se parecen en su crueldad y al final resultan ser de la misma especie.
Para dar la puntilla a tan especiosas mentiras, pocos días antes del anuncio del cardenal Paglia, el antiguo secretario particular del arzobispo, monseñor Jesús Delgado Acevedo, declaró: "uno de los elementos que ha retrasado bastante el proceso de la beatificación de Monseñor Romero es la confusión, la mentira y el engaño que ha reinado durante casi 30 años de parte de sectores de la sociedad salvadoreña que tenían más acceso a las autoridades eclesiásticas que otros", junto con, “la otra facción de izquierda [que] ha usado mucho la figura de monseñor Romero para sus intereses políticos revolucionarios”.
La noticia llenó de gozo mi corazón
El doble martirio de Monseñor Romero ha sido motivo inspiración y reflexión para quienes recorremos la calzada de Emaús y no sólo en América Latina. Yo también tengo mi pequeña historia con Romero, a quien nunca conocí en persona. El gozo me urge a compartir las razones de mi esperanza.
Cuando fue asesinado, yo era un muchacho lleno de ideales sobre la justicia y con tremendas dudas sobre Dios, la Iglesia y la religión. En más de un sentido me pensaba ateo.
El día de su martirio yo me encontraba en el pueblo de Juxtlahuaca, corazón de la mixteca alta, en el estado de Guerrero de la República Mexicana. Siempre que podía me escapaba con mi ahora compadre Carlos a las misiones de los Hermanos Maristas, para dar algún apoyo en su labor social.
Al lector le parecerá una obviedad lo que realmente buscaba, pero en aquel tiempo yo no lo entendía. Acabábamos de regresar de varios días en la montaña cuando Pancho, entonces marista y ahora sacerdote, nos dio la noticia.
Yo seguía muy de cerca los acontecimiento de Centroamérica, así como las homilías de Romero hasta sentirlo entrañable. Estudiaba sociología en la Universidad Nacional Autónoma de México donde desbordábamos entusiasmo y, al mismo tiempo, indignación por la turbulencia social que azotaba a El Salvador.
Después del triunfo sandinista en Nicaragua en 1979 pensábamos que la caída de la dictadura salvadoreña era inminente. No obstante, tenía un diferendo con mis compañeros. Al parecer,
sólo yo tenía oídos para Romero.
El arzobispo les causaba alguna simpatía, acaso lo consideraban “útil a la revolución”, pero le juzgaban limitado por sus creencias religiosas. Me parecía absurda su posición, pero no sabía explicar por qué.
Cuando Pancho nos dio la noticia nos quedamos callados. Los hermanos se dirigieron a la capilla a rezar y yo seguí sus pasos.
Mi oración en aquellos tiempos era algo extraña. Me gustaba ir a rezar laudes y vísperas, pero me cuestionaba cómo era posible dirigirme a alguien en quien no creía.
Y siempre repetía lo mismo: “Señor, no sé si existes, pero si estás ahí, por favor, escúchame”. Por respuesta encontraba un silencio profundo, consolador. Algo que sólo puedo explicar mediante el profeta Elías, quien encontró a Dios en la suave brisa de la montaña. Pero entonces, yo no entendía nada.
Los rezos en la capilla por la muerte de Romero me desconcertaron. En esta ocasión había algo más en aquel silencio. ¿Por qué me calaba más hondo? ¿Qué sentido podía tener mi oración?
Ahora comprendo que su martirio operó de inmediato en mi corazón y ayudó a llenar mi cabeza de buenas razones. Mi confianza en que la razón podía encontrar caminos de justicia, empezaba a encontrarse con las razones de una fe que crecía dentro de mí, sin darme cuenta.
Tardé todavía un tiempo en reconocer mi fe. El corazón es duro y aún tendría que vivir muchas cosas más. Lo único cierto es que la semilla crecía de a poquito, día y noche, bajo la mirada del Sembrador.
Es verdad y lo confieso con temor reverente. La sangre de los mártires es simiente de cristianos. Dios me dé la gracia de ser digno del fruto sembrado con la Cruz de mi Señor.
Monseñor Romero: Su doble martirio, las mentiras desmanteladas y…
Jorge Traslosheros - publicado el 12/02/15
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