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¿Por qué a veces doy luz y a veces no?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 11/02/15
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En cuanto me alejo de Dios, me apago, cerca de Él me enciende su fuego

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Me gusta la luz de Dios, de María en el Santuario. Me gusta la luz que muchas personas tienen cuando hay paz en su corazón, cuando están llenas de Dios y brillan así entre los hombres.
 
Decía el Padre José Kentenich: «Cuando uno encuentra la luz de la verdad, se da cuenta de que es una luz para todos; desaparecen las polémicas y es posible entenderse mutuamente o al menos hablar el uno con el otro, acercarse.
 
El camino del diálogo consiste precisamente en estar cerca de Dios en Cristo, en la profundidad del encuentro con Él, en la experiencia de la verdad, que nos abre a la luz y nos ayuda a salir al encuentro de los demás: la luz de la verdad, la luz del amor»[5].
 
Dar luz, ser una tea encendida. El otro día murió un hombre ya en su ancianidad después de haber dejado una larga descendencia, casi un pueblo entero. Y decía de él un amigo suyo: «Sabía que se alejaba aquel amigo que portaba una tea que todo lo iluminaba».
 
¿Llevamos nosotros una tea encendida en el corazón? Es la luz de Dios en nosotros la que nos ilumina y rompe la oscuridad del alma.
 
María lleva la luz que ilumina el mundo. La lleva en su corazón, en sus brazos, la entrega. No se guarda la luz para sí. La enciende en mi alma para que yo ilumine a otros.
 
Parece tan sencillo pero muchas veces la vida apaga mi luz. Lo noto en seguida. En cuanto me alejo de Dios, me apago. Cerca de Él me enciende su fuego. Suele ser siempre así.
 
Pero yo a veces pienso que la luz es mía, fruto de mis esfuerzos y sacrificios. Me confundo. No es mía. Es de Dios en mí y eso me da esperanza, me sana, me llena de vida. Necesito su luz para brillar.
 
Es verdad que hay personas que nos dan luz. Pero si luego yo no cuido esa luz, se vuelve a apagar. Tendría que ser tan fuerte la luz que muchos pudieran servirse de ella. Pero necesito el aceite de su amor para que permanezca encendida. El aceite que se recibe en oración, cerca de María, cerca de Jesús.
  
¡Hay tantas vidas rotas que han conocido la derrota y el fracaso, la frustración y el engaño! ¡Tantos corazones heridos en lo más hondo!
 
Una persona rezaba: «Doy vueltas en torno a mí. Avanzo, callo y sueño. Me gustaría tocarte, Jesús, en todo lo que hago. No lo consigo. Me busco y no te encuentro. Me encuentro con la pálida sombra de lo que podría llegar a ser mi vida. Truncada, frustrada, a mitad de camino.
 
Espero una plenitud que no dibujan mis manos. Sueño con un infinito que apenas percibo. Espero una alegría que apenas refleja mi sonrisa. Espero a que alguien abra la boca para pronunciar un día lleno de vida y de luz.
 
Mientras, sigo soñando. Me gustan la vida y los días que pasan. Quiero retener las sonrisas y apagar los miedos. Anhelo un final feliz para mi vida. Y, mientras tanto, camino y sueño, deseo y busco».
 

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