Queremos vivir sin estar totalmente apegados al mundo, enraizados pero libres
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En la vida a veces tenemos que vivir con los dos pies en el mundo de Dios. Pero no es tan sencillo.
Decía el Padre José Kentenich: “Tenemos que tener el sentimiento de ser forasteros en esta tierra, para poder estar arraigados en Dios. Ahora debemos comprometernos en serio en la vida cotidiana. No jugar con palabras, sino demostrar con hechos que le pertenecemos”.
Son palabras que nos recuerdan a las de san Pablo: “Queda como solución que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyeran”. 1 Corintios 7, 29-31.
Estamos muy lejos de vivir así. El apego al mundo es muy fuerte en el alma. Estamos entrañablemente unidos a lo mundano. A veces confundimos lo humano con lo mundano.
Lo humano nos habla de Jesús. Él amó lo humano, se dio de forma humana. Él rescata todo lo humano de nuestra naturaleza. Lo mundano puede alejarnos de Dios, porque nos hace vivir con los dos pies sobre la tierra, dejando de lado a Dios.
Lo humano es el lazo que nos une más íntimamente con Dios. Pero Jesús se hizo hombre para redimir el mundo. Y por eso el mundo ha de ser parte también de nuestra vida.
No huimos del mundo, ni de lo humano. No nos encerramos en nosotros mismos buscando sólo a Dios. A Dios lo encontramos en el mundo, en lo humano. Pero sin desligarnos de su amor. No es tan sencillo pero es el camino que seguimos.
Salvar el mundo por la presencia de Dios en medio de los hombres. Cristo se hizo hombre para salvar al hombre en el mundo. Queremos vivir sin estar totalmente apegados.
San Pablo lo describe claramente. Enraizados pero libres. Unidos pero anclados en Dios. En la tierra y en el cielo. Somos ciudadanos del cielo. Vivimos entre los hombres y unidos a Dios.
Jesús es el paso de Dios por nuestra tierra, por nuestro lago. Dios puso sus pies en nuestro camino. Jesús pasa cada día por nuestra vida. Pasa por nuestra historia, llena de luces y sombras. Pasa por nuestro corazón. Sale a nuestro encuentro allí donde estamos. Llega a nosotros.
En nuestro quehacer cotidiano, ahí es donde Jesús se acerca. Acoge nuestra vida tal como es. Cristo viene a nuestro día cotidiano, a nuestro mundo, en lo más humano. Pasa y llega a nosotros cada mañana. Se mete en nuestra vida. Viene.
Siempre he querido pasar por la vida de Jesús, por su corazón. Me gusta pensar que Él también pasa por mi vida, se adapta a mí, le interesan mis redes y mi barca, lo que hago. Me pregunta cómo me ha ido, le importa lo que a mí me importa.
Comparte mi día. Para Él, nuestro lugar es el lugar de encuentro con Él, un lugar sagrado.
A veces, es verdad, no lo vemos. Tan metidos estamos con nuestras cosas, en nuestro mundo. Otras veces, lo buscamos en experiencias religiosas fuertes.
Quizás nos falta una mirada limpia y honda para ver sus pies en nuestro camino, en nuestro mismo barro. Para ver su paso por mi vida hoy, sus huellas, su mirada, sus palabras.
Siempre me da tranquilidad pensar que Él llega e irrumpe. Que Él pasa por mi vida y se detiene. Pone sus pies en la historia de mi vida.
En días tranquilos a veces miro para atrás y veo cómo ha sido su paso, cómo nunca estuve solo. Cómo llegó a mí en momentos, en personas. ¿Cómo es el paso de Dios en mi vida?
A veces vamos juntos, caminando. Otras veces su paso es en otros, en su amor, en su belleza. Otras pasa por mi cruz y es mi sostén y mi consuelo, mi fuente de paz. A veces su paso es silencioso, y no lo veo.