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Las cosas buenas del sufrimiento que no te puedes perder

Joven triste y montañas

© Agustín Ruiz / Flickr / CC

Joven triste

Carlos Padilla Esteban - publicado el 27/01/15

En el dolor no sólo nos encontramos con el rostro de Dios sino también con el de todos los que nos cuidan

No queremos sufrir. Va contra nuestra naturaleza que busca la felicidad, la paz, el descanso, la alegría. No hay nada más contrario a nuestro querer. Sufrir nos parece innecesario, injusto, demasiado duro.

En esos momentos, cuando nos faltan las fuerzas, es Dios quien nos sostiene: «Esto vale especialmente cuando Dios nos lleva a la escuela del sufrimiento. Para Pablo es natural que nosotros, en nuestra calidad de miembros de Cristo, seamos asociados a su pasión, y que el padecimiento no sólo signifique colapso de fuerzas humanas sino también surgimiento de fuerzas divinas y abundante fecundidad de nuestra vida y de nuestro obrar»[3].

La escuela del sufrimiento. Dios lo permite en nuestra vida. Dios nos ama y en su amor tolera que suframos.

El corazón se rebela contra todo sufrimiento. No queremos padecer, no queremos sufrir la pérdida, ni el dolor. Queremos una vida plena. Una persona le rezaba así a Jesús en su dolor:

«Conozco muy bien las pérdidas. Desde pequeña tuve que sufrirlas. Las más abruptas, las que me dejaron sin respiro. Dios sabrá explicármelas al final del camino. El tiempo hará el resto, calmará un poco la ausencia, sanará un trozo de mi corazón herido.

Mientras tanto me guías por este mundo con tu luz, Señor, que desde la estrella más brillante, desde el mar más profundo y desde las cumbres más altas, me muestra que sólo se llega a ti por tu cruz».

El camino del sufrimiento es el camino de la cruz. No pienso que Dios nos mande las cruces. Pero la cruz sale a nuestro encuentro siempre, porque somos limitados, porque el tiempo lo desgasta todo, porque la naturaleza nos hiere.

Entonces llega el dolor y el sufrimiento. Y Jesús está ahí, en mi cruz. Muchas veces no encontraremos el sentido. En realidad no siempre será necesario. Sólo le pedimos a Jesús que no nos suelte de la mano, que no nos deje solos por la vida sin su compañía, sin su fuerza y aliento. Es lo que necesitamos.

Hablando de su enfermedad, comentaba la doctora África Sendino: «Si Dios me brindase rebobinar la moviola de la vida y me ofreciera elegir entre las dos opciones posibles, salud sin quiebra o lo que realmente me ha sucedido, no podría decir que no a lo que sucedió en realidad.

Porque Dios no nos ofrece la enfermedad como castigo, sino como camino. Y porque en ese camino yo estoy aprendiendo intensísimas lecciones de lo que supone que Dios componga el argumento de mi biografía.

Comprendo que la Providencia divina no es un simple planteamiento, sino una realidad cotidiana que me aguarda en el rostro de mis amigos. Y presencio, como un espectáculo grandioso, hasta dónde puede llegar la bondad de quienes me rodean»[4].

En el dolor no sólo nos encontramos con el rostro amigable y cercano de Dios, con su mano que nos sostiene, sino con el rostro de todos los que nos cuidan, nos velan, nos acompañan.

Por eso queremos pedirle a Dios esa libertad interior ante la vida. Le entregamos nuestros miedos confusos ante el futuro. La desazón que nos invade al pensar en todo lo que nos puede suceder. Se lo entregamos.

Es vivir inscritos en el corazón de Jesús. Allí poco importa lo que pueda suceder. Se nos quita el miedo yendo de su mano.

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