Muchas veces en la vida nos empeñamos en hacer lo que nosotros queremos y no nos abrimos con libertad a lo que Dios nos pide. San Ignacio lo describe en una conmovedora oración:
"Toma, Señor, toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento,
toda mi voluntad y todo mi corazón.
Todo me lo has dado, todo te lo ofrendo sin reservas;
haz con ello lo que Tú quieras.
Sólo una cosa te pido: tu gracia, tu amor y fecundidad.
Tu gracia
para que me incline con alegría ante tu voluntad y deseos;
tu amor
para creerme, saberme -y a veces sentirme- amado siempre como las niñas de tus ojos;
tu fecundidad
para que yo sea muy fecundo para ti y para María,
para nuestra obra común.
Así entonces seré rico en plenitud y no querré nada más".
Mi libertad. Son palabras fuertes. La libertad es un don sagrado. No queremos desprendernos de ella. Perder la libertad, dejar de ser libres para decidir. Nos parece mucho.
Mi memoria. Lo que he guardado como sagrado en el corazón. Entregarle lo que he vivido, mi historia personal.
Mi entendimiento. Para aceptar que no todo tengo que comprenderlo. ¡Cuántas veces en la vida queremos tenerlo todo bien ordenado! Queremos que las piezas del puzzle encajen perfectamente. Miramos hacia delante y hacia atrás deseando que nuestra vida tenga un orden perfecto. No es así y sufrimos. Entregamos el entendimiento, aceptando la posibilidad de vivir sin comprender, sin que todo tenga un sentido, una lógica aceptable.
Mi voluntad. Para no querer otra cosa que lo que quiere Dios.
Mi corazón. Para no amar otra cosa que lo que ama Dios.
Es bonito el gesto.
A veces nos sentimos superados por la vida, incapaces de seguir remando mar adentro. Sólo necesitamos la gracia de Dios, su amor y su fecundidad. Para que nuestra vida dé fruto en otros corazones.
Damos fruto si nos entregamos, no si nos reservamos buscando nuestro deseo.
Abandonar nuestra vida en manos de Dios no parece nunca tan sencillo. Sobre todo cuando estamos hablando del sufrimiento.