No es pecado tomarse una cerveza, lo malo es el abuso
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Una lectora pregunta a Aleteia: Ayer los padres se reunieron para jugar fútbol y de pronto de la casa parroquial bajaron cervezas. Yo me sentí incómoda y me retiré. ¿Está permitido que los padres tomen bebidas alcohólicas? Es algo raro ver a los padres tomando ron, whisky o cerveza…
El hecho de que unos sacerdotes tomen unas cervezas para descansar y seguramente para calmar la sed no debe ser motivo de escándalo.
No es pecado alguno tomarse una cerveza o dos de vez en cuando o un vino en las comidas, etc. No es pecado ir a un bar o a una cafetería, incluso con el distintivo eclesiástico, en compañía de algunas personas y departir con ellas amigablemente con un café o una copa de licor siempre y cuando el comportamiento sea digno.
Es más, puede ser un ejemplo de eso a lo que el papa Francisco invita cuando pide ir a las periferias, salir de las sacristías, buscar las ovejas; ya que ellas si no dan el primer paso, lo puede dar el sacerdote.
Una actitud así expresa cercanía, muestra que el sacerdote es un hermano más, no es un bicho raro o un extraterrestre, sino que es Dios que se acerca a ellos, que se hace próximo. Es lo que hizo Jesús, pues Él vino por los que se encontraban mal:
“Al ver los escribas del partido de los fariseos que (Jesús) comía con los pecadores y publicanos, dijeron a los discípulos: ¿Qué es esto? ¡Está comiendo con publicanos y pecadores!” (Mc 2, 16).
Jesús se juntaba con los pecadores porque “los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos”. “Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y ustedes dicen: ‘Éste es un glotón y un borracho, amigo de recaudadores de impuestos y de pecadores’” (Lucas 7:34). Además Jesús compartió el vino con sus discípulos en la santa cena.
El pecado es el exceso, es el abuso, no sólo por el hecho mismo y/o por las consecuencias –que pueden ser más o menos graves-, sino porque esto denota falta de carácter o inmadurez.
Y eso no sólo no edifica a nadie sino que además debilita la religiosidad del común de los fieles, dando la sensación de abandono o de despreocupación.
El exceso no está permitido a nadie, mucho menos al sacerdote que debe saber comportarse bien para gloria de Dios.
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Su comportamiento sensato, no sólo como persona madura humanamente hablando, debe responder a su ministerio y a su dignidad sacerdotal, debe estar encaminado a ganar almas para Dios; y esto ya es de por sí un testimonio.
Todos los consejos y normas de prudencia sobre las relaciones sociales que deben tener en cuenta los sacerdotes deben obedecer a razones sobrenaturales y deben redundar siempre en una mayor eficacia apostólica.
Se trata pues de vivir en el mundo sin ser del mundo. Estamos en el mundo (Jn 13,1; 17,10); sin embargo no somos del mundo, como tampoco Cristo es del mundo (Jn 15,19; 17,14.16).
A un sacerdote, como a un fiel cualquiera, se le prohíbe –desde todo punto de vista- todo lo que vaya en contra de su salud física o psicológica o espiritual, aunque sea socialmente aceptado, permitido o ‘políticamente correcto’.
Se le prohíben, por ejemplo, entre otras cosas: drogas, juegos de azar (con fines lucrativos), espectáculos indecentes, etcétera. La lucha contra los vicios es de todo cristiano y más de un sacerdote.
Respecto al tabaco, ya se sabe que va en detrimento de la salud y la acción de fumar no habla muy bien de un sacerdote, que debe predicar con el ejemplo el amor a la vida empezando por cuidar la salud, además del gasto que supone ese vicio.
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El sacerdote, esté en un bar, esté en una cafetería, esté practicando algún deporte, esté en una fiesta, esté en un restaurante, sea como sea debe recordar que
es pastor y guía de la comunidad parroquial.
Los sacerdotes deben estar en medio de su grey, conscientes de su rol de pastores, libres de la tentación de estar más preocupados por el consenso de los demás que animados por la caridad pastoral; y teniendo en claro que se transmite el mensaje cristiano a través de la propia vida antes que por las obras.
Ahora bien, si por alguna circunstancia o razón, objetivamente hablando, algún sacerdote cae en alguna tentación y llega a caer por desgracia en algún pecado y éste se hace público, se les pide a los fieles compresión y caridad fraterna y ayudarlo de todas las maneras –sin excluir la oración- a que enrumbe su camino por el que pide Dios y espera la Iglesia.
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La gente no debe cuestionar a Dios ni la santidad de la Iglesia por el pecado o error de uno de sus miembros. Nuestra confianza no es en los curas, es en Dios:
“Feliz el hombre que cuenta con el Señor, que no escucha a los cínicos ni se pierde en sus mentiras” (Sal 40, 5).
O como dice el Salmo 146, 3-7:
“No pongáis vuestra confianza en príncipes, en un hijo de hombre, que no puede salvar; su soplo exhala, a su barro retorna, y en ese día sus proyectos fenecen.
Feliz aquel que en el Dios de Jacob tiene su apoyo, y su esperanza en Yahveh su Dios, que hizo los cielos y la tierra, el mar y cuanto en ellos hay; que guarda por siempre lealtad, hace justicia a los oprimidos, da el pan a los hambrientos, Yahveh suelta a los encadenados“.
Quienes se alejan de la Iglesia y/o de la vida sacramental por escándalos cometen un error enorme, pues cada uno responde personalmente ante Dios por sí mismo.
No podemos en forma alguna excusarnos en lo que los demás hagan. Muchos se excusan en la conducta de los malos sacerdotes, como si ello sirviera de algo o de provecho personal; el maligno se vale de eso para alejar los bautizados de Dios.
No miremos la errónea conducta ajena para justificar la propia, pues el juicio será personal como advierte el Apocalipsis. ¿Qué le dirás al Señor cuando debas rendir juicio? ¿Que abandonaste su Iglesia por la conducta de tal o cual cura o fiel?
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¿Eso en qué te justifica? ¿Eso de que te sirve? ¿Desde cuándo el error conocido del otro excusa los míos? Lo que cuenta es tu relación sana con Dios y con su Iglesia.