A veces luchamos contra la vida tratando de imponer nuestros deseos, pero si vivimos en Cristo nuestro único deseo será hacer la voluntad de Dios
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Creo que la vida espiritual se juega en esta encrucijada: o vivimos como hijos amados de Dios o vivimos como remeros esclavos.
Así lo decía el Padre José Kentenich: "El hijo no mide las cosas minuciosamente, no pregunta qué debe hacer. San Francisco de Sales marcó el rumbo cuando dijo que en la nave real de Dios no hay galeotes, sino sólo remeros voluntarios. El esclavo sólo rema mientras el capataz empuña su látigo. El hijo en cambio trabaja porque puede trabajar. El hijo hace las alegrías de su padre, se porta bien porque sabe que así lo desea su progenitor. He aquí la actitud generosa, la de los santos, la del verdadero y genuino hijo de Dios"[1].
A veces creo que cumplimos y hacemos ciertas cosas porque nos vigilan, porque esperan ese comportamiento, porque nos preocupa el qué dirán, porque no queremos defraudar a nadie. Somos más esclavos que hombres libres.
Nos falta una decisión libre y autónoma, independiente y veraz. Cumplimos y nos gusta que los demás lo vean. Cumplir y no ser vistos es un poco triste, como que no merece la pena. Muchas personas viven así, piensan así.
Vivir una fe de esclavos no engendra santos ni mártires. Forma hombres que repiten comportamientos. Funcionarios de la fe que imitan conductas, pero son incapaces para el amor.
El amor de Dios nos recuerda que somos hijos y no remeros esclavos. El amor de un Padre que nos ama con locura nos recuerda que no podemos vivir midiendo, calculando, escatimando.
Es un amor que nos invita a vivir sin contar. Porque Jesús nunca supo contar. Nos anima a entregar la vida sin esperar nada a cambio. Nos ayuda a confiar, cuando pensamos tantas veces que no se puede confiar en nada ni en nadie. Somos hijos de Dios. Hijos amados.
Somos hijos en el Hijo. Si vivimos en Cristo, seremos hijos de un Dios que es Padre. Y como tales hijos, nuestro único deseo será hacer la voluntad de Dios:
"El Hijo debe girar permanentemente en torno de los deseos y la voluntad del Padre. Se trata de la donación de sí mismo por parte del Hijo y no lo contrario. Si bien con nuestros labios rezamos: – Hágase tu Voluntad, así en la tierra como en el cielo, en la vida cotidiana buscamos que se cumpla nuestra voluntad.
No pretendamos acomodar la voluntad del Padre a nuestro gusto; al contrario, para el hijo la voluntad del Padre es la medida de todas las cosas. Ya conocen aquel axioma clásico: – Dios es la medida de las cosas, no el hombre. No pretendamos ser para Dios la medida de las cosas"[2].
A veces nos puede costar mucho. Queremos que se haga nuestra voluntad y no la suya, cuando no coinciden. No nos comportamos como hijos dóciles en las manos de Dios. Luchamos contra la vida tratando de imponer nuestros deseos, de hacer nuestro plan, de lograr nuestra meta.
Pedimos tratando de conducir la barca hacia donde nosotros queremos. Queremos ser la medida de las cosas. No somos esa hoja al viento que Dios lleva donde quiere.
Una persona rezaba: "Jesús, me falta mucho para hacer siempre tu voluntad. Quiero pedirte perdón por mi falta de amor, amo muy mal. Estoy tan lejos de la santidad. No quiero dar a conocer mi pobreza. No me siento puro, ni libre. Sólo sé que Dios hace milagros con mi barro. Eso lo sé sin dudarlo. Así es Dios y yo tan lejos de Él, de su voluntad".
Se nos invita a dejarnos transformar por la fuerza del Espíritu. Es una invitación a renovarnos en nuestro amor de hijos. Queremos ser más dóciles, más niños. Queremos aprender a amar con libertad, desde lo humano, con toda el alma.
Queremos abajarnos como Jesús para poder oír la voz de Dios. Yo soy su hijo predilecto. No se me puede olvidar. Porque cuando lo olvido me descubro queriendo ser el predilecto de muchos. Mendigo amor. Busco hogares. Y me olvido por completo de ese amor de Dios grabado en mi alma.