¿Qué sentiremos el día en que se cumpla aquello para lo que estamos hechos?
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Celebramos el Bautismo del Señor. Acaba de nacer en Belén y ya adoramos a Jesús que se acerca al Jordán para ser bautizado por Juan. ¡Qué consuelo debió ser para Juan ver que Jesús tomaba en serio su vida, su misión, su forma de ser testigo! Lo acogía como era.
¡Cómo respetaba Jesús a Juan, su misterio! Lo admiraba. Este momento del Jordán es el encuentro de dos hombres obedientes. De dos hombres humildes. Juan era aquel que obedeció toda su vida. Y su vida encontró sentido en Jesús. Toda su vida fue esperarlo y prepararse para este momento. Y en este momento su anhelo se hizo plenitud.
¿Cómo sería ese día para nosotros? ¿Qué sentiremos el día en que se cumpla aquello para lo que estamos hechos?
Seguramente fue muy distinto a como Juan se lo imaginaba. Dios siempre sorprende. Siempre rompe esquemas. Se oculta en lo cotidiano, en la vida diaria y llega mientras hacemos lo que hacemos cada día. Como Juan, que ese día estaba bautizando a muchos hombres:
«En aquel tiempo, proclamaba Juan: – Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero Él os bautizará con Espíritu Santo. Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia Él como una paloma». Marcos 1, 7-11.
Es el momento en el que el Espíritu Santo se posa sobre Él. Juan es sólo un instrumento. Desciende el Espíritu en medio de los hombres. Allí Dios le entrega su Espíritu. En la fuerza del Espíritu Santo va a iniciar su misión. En esa fuerza va a hacerse fuerte en el desierto frente a la tentación.
Jesús, hombre y Dios, buscador, hijo y Padre, enamorado. Jesús, hombre, niño, necesitaba estar lleno del Espíritu. Necesitaba la mano Dios posándose sobre su vida, confirmando su elección. Necesitaba a Juan bautizando en el Jordán.
En realidad no lo acabamos de comprender del todo. Permanece escondido como un misterio. El hijo de Dios, hombre y Dios, necesitaba la fuerza del Espíritu, el amor de su Padre entregado de forma manifiesta, delante de los hombres.
¿No había recibido ya el Espíritu desde su nacimiento? ¿No había vivido acaso durante treinta años en la presencia de Dios, cuidado por María, educado por José, conducido por la fuerza del Espíritu? Seguro que Dios llenaba el corazón de su Hijo desde pequeño. ¿Era necesario ir hasta el Jordán?
Sí, era necesario. Ese día, en el Jordán, el fuego del Espíritu llegó a su alma. El Jordán es el momento del abajamiento. Jesús necesitaba ese fuego para la misión que tenía por delante.
Como santa Teresita escribió un día: «Un hombre, especialmente un sacerdote, que trabaja a partir de una unión profunda e íntima con Cristo, aun cuando no realice una gran cantidad de obras, es mucho más fecundo que otro que, sin esta unión profunda, realiza una asombrosa cantidad de trabajos».
Jesús necesitaba esa unión perfecta y profunda con el Espíritu para que sus obras estuvieran llenas de Dios. El Espíritu desciende sobre Él y a partir de ese momento sabe cómo han de seguir sus pasos. Comienza su misión, comenzarán sus signos. Se hará fuerte frente a las tentaciones en el desierto.
Sólo el que vive en la fuerza del Espíritu es fecundo, permanece fiel, se hace instrumento dócil. Es Dios el que actúa en nuestras obras, no somos nosotros.
A veces me veo actuando solo con mis fuerzas, como queriendo yo cambiar el mundo, transformarlo todo, hacer de nuevo los corazones. Y caigo herido. Y tropiezo acobardado. Y de nuevo comprendo que sólo anclado en Dios la vida es fecunda.
Sólo atado a Él doy vida. Desatado doy sólo mi vida.
Pero, ¡con qué poca seriedad nos tomamos a veces nuestra vida espiritual! Y como nos lo recuerda el Papa Francisco: «Sin oración el vino se volverá vinagre». ¿Se ha vuelto vinagre mi propio vino? Sin descansar en el Espíritu, el alma se va secando, se entumece.
Jesús descansó ese día en el Espíritu Santo. Se llenó de Dios. De su amor infinito. Él, perfecto Dios, perfecto hombre, necesitó arrodillarse en el Jordán. ¡Cuánto más nosotros necesitamos volver una y otra vez hasta Dios buscando su amor, la fuerza del Espíritu!
Siempre me impresiona imaginarme a Jesús esperando a ser bautizado en el Jordán. Recuerdo las palabras de una médico, África Sendino, que murió de cáncer. Ella aprendió del dolor y de la necesidad de consuelo cuando durante años había consolado y curado a tantos.
Escribe en su diario: «Estar en la fila de los oncológicos me recordó a la cola que tuvo de formarse en el Jordán para recibir el bautismo de Juan. Finalmente comprendía qué significaba lo que había hecho Jesús al empeñarse en ser uno de tantos. Finalmente entendía el movimiento de Dios por excelencia, que es el de abajamiento hasta el límite de ser confundido como uno más. Encontré sentido entonces no ya a ser la Dra. Sendino, ni siquiera a ser la médico-enferma. Encontré sentido a ser, simplemente, una enferma entre las muchas que ese día nos agolpábamos en oncología»[1].
Hay personas que nos hablan de Dios de una forma impresionante. Nos hablan de la grandeza del alma humana y de la grandeza de Dios. Gracias a ella entendí lo que hizo Jesús ese día en el Jordán. Se puso a la fila. Detrás de todos. Se despojó de su rango pasando por uno de tantos. Así lo hizo toda su vida.
Veo a Jesús hoy en el Jordán y me conmueve. Está allí como uno más, sin darse importancia. No para enseñarnos nada, ni para darnos una lección. No es un disfraz, ni una pose. Sencillamente, espera su turno. Como cualquier hombre. Nadie se da cuenta en la fila, nadie lo deja pasar primero.
Él espera. Desea encontrarse con Juan. Jesús nunca bautizó después, no fue su forma de llevar a Dios a los hombres. Usó sus manos, su palabra, su mirada, no tanto el agua. Pero ese día, Jesús quiere agacharse ante Juan.
A mí me gusta hacer las cosas a mi manera, con mi estilo. No me gusta adaptarme a las formas de otro, a sus métodos. Pero es verdad que el amor a veces nos hace capaces de hacer las cosas según el otro, por amor al otro, siguiéndolo, sin plantearnos tanto cuál es mi estilo, qué quiero yo, cómo es mi forma de tocar el corazón.
Jesús espera a Juan, mira a Juan, acoge a Juan como es, con lo que él hace. Así quiere empezar, con el signo de Juan. Obedeciendo. Se despoja de sí mismo.
Siempre queremos ser especiales. No pasar desapercibidos, ser tomados en cuenta, que nuestros dones sean valorados, que seamos respetados por lo que somos. Es difícil ocultarse, abajarse, dejar a otros pasar primero, hacer las cosas según el modo de otros aunque no estemos del todo de acuerdo, aunque la idea no sea nuestra.
Hoy miro a Jesús, Dios escondido, esperando, alegrándose por ser uno más, por ponerse en la fila de los necesitados, de los vulnerables, de los que preguntan. Sin señalarse, sin ponerse en el centro. Lo siento tan cerca. A mi lado. Caminando detrás de mí, uniéndose a mí, esperando conmigo. Porque está conmigo, comprendiéndome.
Sendino se muere