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Acoger la luz y poder consolar

Luz en la ventana

© Vale / Flickr / CC

Luz en la ventana

Carlos Padilla Esteban - publicado el 11/12/14

Sólo el que ha sido consolado en su dolor, abrazado en su derrota, sostenido en su caída, será capaz después de sostener a otros

El otro día supe de una encuesta para saber cuánta oscuridad hay en el alma. No la hice. Pero me sorprendió que hiciera falta un test para saberlo.

Miro a María llena de luz y comprendo que en mi vida hay oscuridad y hay luz. Miro hacia dentro y sé lo que tengo, sin necesidad de test alguno. Todo gris y todo sol.

Siempre que hay oscuridad en el alma, falta la paz, falta la vida, la esperanza y el consuelo. La oscuridad tiene que ver con la mentira, con la tristeza, con el desamor, con el desprecio, con la soledad. La oscuridad habla de miedos y abandono.

Pienso en la oscuridad y pienso en la luz. Me gustaría que en mi vida siempre hubiera más luz que oscuridad. Que nunca los miedos fueran más fuertes que los deseos de amar. Que nunca mis temores me impidieran salir con mi vela encendida en medio de la noche.

Me gustaría llevar luz a tantas cuevas a oscuras. Allí donde el silencio de la incomprensión es tan fuerte que duelen los oídos. Como un grito del alma que el corazón escucha.

Me gustaría sembrar luz con mis palabras, con mi mirada. Como hace María. Una persona le rezaba con esta poesía:

Despacio y presurosa, un mismo camino, / el viento y la calma, una misma espera. / El alma en silencio, el sol en tu vientre, / te espero, me esperas, ¡cuánto amor naciente! /

Te busco en las noches cuando no me encuentro, / desciendo a mi alma, cueva de silencios, / donde falta el aire, allí tú me encuentras, / donde siembras lumbres, que vencen las sombras. /

Mirada, me miras, cansada, me esperas. / Corro hasta no verte, calmo mis pisadas. / Quiero ser un niño, déjame morarte. / Abrazo la vida, queriendo lo eterno, / despierto emociones con el alma frágil. / Te busco, te encuentro, María, mi Madre”. 

En el encuentro con María, surge la paz y la luz. Ella nos trae en Navidad al que es la luz. Ella está llena de luz. El cielo se llena de estrellas. Viene el niño que es la luz que nunca se apaga.

Decía el Padre José Kentenich en referencia a la luz de Jesús resucitado: “Su vida resplandece con frescura floreciente. Su espíritu está inundado de una luz inacabable, de una paz sin fin, de una gloria y felicidad inenarrables, del Sol de la alegría que nunca se pone[1]

El sol que nunca se pone. La luz de Dios en el corazón. Es la luz que me gustaría entregar con cada gesto, con cada palabra. La luz que vence la oscuridad.

¿Cuánta oscuridad hay en mi alma? ¿Cuánta luz? El Adviento es un camino de luces, de velas encendidas, de fuegos que vencen en la oscuridad del alma.

Consolar

El Adviento es un tiempo de consolación. La palabra consolación me conmueve. Todos necesitamos en algún momento de nuestra vida ser consolados. Por los hombres, por Dios.

Escuchamos: “Él nos consuela en todos nuestros sufrimientos, para que también nosotros podamos consolar a los que sufren, dándoles el mismo consuelo que Él nos ha dado”.

El Papa Francisco nos recuerda que la Iglesia es “un hospital de campaña”. ¡Qué bonito poder consolar! ¡Qué difícil al mismo tiempo!

Dice el Papa Francisco: “¡Esto es importante para que nuestra misión sea fecunda: sentir la consolación de Dios y transmitirla! Yo he encontrado algunas veces a personas consagradas que tienen miedo de la consolación de Dios y se atormentan, porque tienen miedo de esta ternura de Dios. Pero no tengan miedo. El Señor es el Señor de la consolación, el Señor de la ternura”. 

El hombre hoy necesita encontrar el consuelo de Dios. Queremos buscar al Dios de los consuelos y no el consuelo de Dios.

En los momentos tristes de nuestro caminar, corremos el peligro de olvidarnos de Dios cuando no experimentamos ese consuelo

. Nos cerramos, no queremos que otros nos consuelen.

Muchas veces las palabras de ánimo no consuelan. Pero en la vida necesitamos a alguien que nos escuche y acepte, a alguien que nos comprenda en nuestro pecado, que nos levante, que nos abrace. Bastante duros somos nosotros con nuestra propia vida, como para que también los otros lo sean.

La Iglesia es un hospital de campaña. No un tribunal de justicia. Me gusta la imagen del hospital. Hay muchas guerras en nuestras vidas. Guerras de violencia, odios, venganzas, rechazo. Hay muchos heridos. ¡Qué fácil es ser rechazado! Necesitamos palpar el consuelo de Dios en el camino.

Me doy cuenta, cada día más, que necesitamos aprender a consolar. No sabemos. Tal vez porque no hemos sido consolados. Nos gusta la justicia, y las normas, y la verdad.

Y parece que la misericordia es la debilidad de Dios, su lado menos fuerte, su carencia. Es como ese lado bueno de los padres que hace que dejen de ser buenos educadores y pasen a consentir en todo a sus hijos. Los hijos consentidos y malcriados parecen fruto de la misericordia.

Todo esto nos confunde. La misericordia nos parece injusta y propia de personas débiles. En realidad no lo expresaríamos nunca así. Menos aún cuando escuchamos hablar una y otra vez de la misericordia de Dios.

Pero dentro del alma, en lo más hondo de nuestro subconsciente, no acabamos de entender que Dios pueda ser tan misericordioso. Nos han enseñado a cumplir, a dar la talla, a no caer, a responder siempre a lo que esperan de nosotros.

¿Cómo integrar la misericordia en esta visión de vida? Parece incompatible. ¿Un Dios misericordioso que sólo consuela? ¿Un Dios que no exige? ¿Un Dios abuelo?

Creo que lo más importante en nuestra vida es ser consolados. Porque sólo el que ha sido consolado en su dolor, abrazado en su derrota, sostenido en su caída, será capaz después de sostener a otros, abrazarlos, levantarlos, vendar sus heridas.

Jesús pasó por esta tierra consolando. Es el consuelo mismo hecho carne. Sus manos, sus abrazos, su mirada, sus palabras. Consoló a los pecadores, a los heridos, a los más rotos. Consoló con palabras y silencios.

No comenzó pidiendo cuentas. Simplemente escribió en la arena y guardó silencio. El consuelo tiene más silencios que palabras. Jesús consolaba con su alma abierta. Con su mirada ancha. Con silencios llenos de respuestas.

Charles de Foucauld le escribía a su hermana una vez desde Belén, para consolarla tras la pérdida de su hijo:

Te escribo al lado del pesebre esperando al niño, entre María y José. En la pequeña gruta, sencilla y pobre. ¡Qué bien se está aquí! Afuera hay frío y nieve, imagen del mundo; pero aquí todo es calidez y luz para preparar su llegada.

Prepárate tú también para este encuentro. ¡Es tan fácil! Vuélvete pequeña, frágil, escondida a los ojos de los hombres. ¡Qué bueno ha sido Dios, que nos ha quitado todo, para que seamos completamente suyos! Que la espera del Niño Jesús pueda traeros consuelo y abundantes gracias”. 

Así debe ser la espera del Niño en Belén. Él viene a traernos su consuelo. Nos despojamos de todo para vaciarnos y dejar que Él entre. Nos hacemos frágiles, escondidos.

Nos dejamos abrazar por el consuelo de Dios. Descansamos en Él que trae esperanza. En Él que viene a quedarse entre nosotros. Nos espera.


[1] J. Kentenich, Carta Semana Santa 1952

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