Entrevista a la hermana Paciencia Melgar
Por encima de lo que cuenta, llama la atención cómo lo cuenta. La hermana Paciencia Melgar, de 47 años y de origen guineano, puede presumir de haber vencido el virus del ébola cuando estaba prácticamente desahuciada y en pésimas condiciones.
Cuando se lo detectaron, la llevaron a un centro de aislamiento en Monrovia, la capital de Liberia, en el que vivió el horror y la desesperación.
Pero ella relata los días que pasó en la antesala del infierno con una paz y una serenidad que sobrecogen.
No guarda rencor por no haber sido trasladada a España cuando contrajo el virus, a pesar de la insistencia de su compañero de batallas, el padre Miguel Pajares, quien, pese a todo, no sobrevivió.
“No soy española –justifica–. Dios escribe derecho con renglones torcidos”, asegura esta religiosa de las Misioneras de la Inmaculada Concepción.
Mientras que Miguel Pajares no venció el virus en España, usted se salvó a pesar de que no la dejaron venir…
Ha sido un verdadero milagro. En la muerte de Miguel influyó la edad –tenía 75 años–, y que había pasado por muchas operaciones. Pero yo soy más joven y tal vez no era mi hora.
Si el Señor ha querido que siga viva será porque tiene otra misión para mí. He podido luchar contra el enemigo ébola y estoy aquí para ayudar en lo que pueda.
Le rezó a la Virgen de Medjugorje…
Sí, yo rezaba mucho durante el tiempo en el centro de aislamiento. Me encariñé con esa Virgen porque el padre Miguel nos trajo un libro de España, Medjugorje (Editorial Libros Libres, 2012), en el que los videntes cuentan su experiencia.
Empecé a leérmelo y me enganché. El padre Miguel me dio un rosario de la Virgen de Medjugorje con el que rezaba cada día en el centro.
¿Tuvo miedo a morir?
En ningún momento pensé que fuera a morir, ni siquiera cuando vi muerta a mi hermana Chantal en su cuarto y la ambulancia me estaba esperando fuera para llevarme al centro de aislamiento.
No tuve miedo, más bien sentía una paz y una serenidad que yo creo que fueron las que me han ayudado a vencer el virus.
Incluso ponía música con el móvil a mi otra hermana, que estaba peor que yo, para hacerla sonreír y animarla.
En un momento dado, me llegó a decir: “Estoy cansada, quiero morir”. Yo le dije: “No vuelvas a decir eso, tú sabes cuanta gente te espera ahí fuera”. Me miraba y sonreía.
Cuando me dieron el alta me dijeron: “Estás libre, prepárate para marcharte”, pero no podía hacerlo dejando sola a mi hermana; habíamos vivido juntas y teníamos que salir juntas.
Aunque yo me había librado del virus, estaba triste por ella. Me quedé cinco días más para apoyarla moralmente hasta que a ella también le dieran el alta. Me confesó después que si me hubiera marchado, no habría sobrevivido.
Estar enfermo en las condiciones que hay allí y sin ningún apoyo moral te deprime. El ébola te aísla, no puedes hablar con nadie.
¿Cómo eran esas condiciones?
Estábamos todos juntos en una sala abierta, pero separados por unos biombos. Éramos unas 30 personas para un único cuarto de baño. La gente gritaba, lloraba… era horroroso.
Hay personas que tienen capacidad para aguantar pero otras son más débiles, se deprimen y pueden morir antes.
¿Cuál fue el momento más duro?
Ver que alguien que hoy camina, mañana ya no puede moverse. No paraban de llevarse cadáveres y cadáveres…
Era espantoso escuchar gritos de ayuda, o que una persona gritara: “¡Enfermera, enfermera!”, y que no apareciera nadie. Una mujer murió desangrada porque pidió ayuda y no acudió nadie.
Nunca llegó a pensar: “¿Cómo es posible que Dios no nos auxilie?”
Dios ayuda a través del prójimo
, pero los trabajadores no eran suficientes.
Un mes después de recuperarse, llegó a España para ayudar al padre Manuel… ¿Se lo pidió el Gobierno español?
No, me ofrecí yo cuando me enteré de que Manuel García Viejo también se había contagiado de ébola en Sierra Leona. Estaba informada de todo, de que le habían traído a España y necesitaban un donante, porque nuestra
sangre puede ayudar a los infectados.
Desgraciadamente, no pudo ser, porque Manuel murió casi el mismo día que llegamos. Me preguntaron si, ya que estaba aquí, me quería quedar a ayudar a otros.
He donado dos veces mi plasma a la auxiliar de enfermería Teresa Romero, estoy contenta por poder hacerlo. La vida no es para guardarla sino para darla. Dios me ha devuelto la vida y tengo que compartirla, dando lo poco que tengo. El que ha recibido gratis debe dar gratis.
Tras vivir el horror en Liberia, ¿qué opinión le merece la forma en que se ha tratado el tema del ébola en España?
Hay un abismo inmenso entre aquí y allí. Allí la gente está sufriendo y muriendo, y llegas aquí y ves el escándalo que se armó por un único caso de contagio.
Me ha parecido horroroso, porque no era para tanto. Han dicho de todo, incluso que por qué trajeron a los misioneros. Ellos son españoles y merecen morir en su país.
Esta falta de solidaridad me ha chocado mucho, tenemos que ser más humanos, meternos en la piel de la otra persona: “Si fuera yo, si fuera alguien de mi familia, ¿qué es lo que me gustaría que hicieran?”.
No pensamos en todas las personas que están muriendo allí, sin nada. Incluso hay familias enteras, de siete u ocho miembros, en las que mueren todos.
Los africanos tienen la tradición de bañar al muerto y no entienden por qué no pueden bañarlo y prepararle un funeral normal, por lo que a raíz de esto el ébola se va contagiando.
No tenemos por qué echar la culpa a nadie, sino averiguar entre todos qué podemos hacer.
¿Pero realmente un ciudadano sin conocimientos sanitarios en España puede hacer algo por estos enfermos?
Puedes ayudar moralmente, las palabras también ayudan. Por ejemplo, los periodistas colaboráis informando de lo que está pasando en aquellos países.
Por Belén Manrique
Artículo publicado en la revista Misión