A veces el corazón se olvida del comienzo y busca lugares mejores, sin humildad, sin pobreza, no crece nada
En una ocasión, san Francisco, ante la insistencia de un cardenal que quería nombrar cardenales de sus filas, respondió: «Mis hermanos son llamados frailes menores, y ellos no intentan convertirse en mayores. Su vocación les enseña a permanecer siempre en condición humilde. Mantenedlos así, aun en contra de su voluntad».
Frailes menores que no intentan convertirse en mayores. Me conmueve esa afirmación. ¿No es cierto que nosotros muchas veces queremos ser mayores y pretendemos dejar de ser menores? ¿No anhelamos el reconocimiento, los primeros lugares, el ser recordados, un poco de fama, acariciar el éxito?
La pequeña capillita de nuestro corazón quiere ser una gran basílica. El suelo de tierra de mi vida quiere ser de mármol.
Cuando uno pide lo que pidió Francisco es porque tiene el corazón anclado en Cristo. ¡Qué importa el resto! Un corazón que quiere ser pobre y necesitado toda la vida.
A veces el corazón se olvida del comienzo y busca lugares mejores. Se olvida del origen pobre y sueña con grandezas. Pierde la perspectiva y se centra en la propia satisfacción y gloria. Sin humildad, sin pobreza, no crece nada.
Por eso pudo crecer la obra de Francisco. Lo hizo sobre sus cimientos pobres. Francisco siempre tuvo vocación de porciúncula, no de Basílica. Desde una pequeña capillita se extendió por todo el mundo.
Pero ni Francisco, ni hoy todos los que siguen su carisma, olvidaron la pobreza de aquella pequeña porciúncula. Allí volverán en cada jubileo a revivir el comienzo.
Pero no es fácil vivir así. Acariciando nuestra fragilidad. Nos cuesta mucho alegrarnos en nuestra debilidad y amar nuestra pobreza. Decía santa Teresita de Lisieux: «Lo que agrada a Dios es el amor que siento a mi pequeñez y mi pobreza; es la esperanza ciega que tengo en su Misericordia. Tengo muchas flaquezas, pero no me sorprendo. Es tan dulce sentirse débil y pequeña».
Construimos cuando nos queremos siendo débiles, cuando aceptamos que somos tierra. ¿Tenemos vocación de porciúncula o de basílica?
Al pensar en el pobre de Asís, en su pobreza, en su pequeñez, pienso en el origen de Schoenstatt. En una pequeña capillita en Alemania comenzó todo. Allí hemos vuelto al cumplirse cien años. A esa pequeña capillita que no sueña con ser basílica. Allí, sobre débiles hombros, empezó todo.
Surgió porque hubo un hombre enamorado, un hombre pobre. El Padre José Kentenich nos mostró la importancia de aceptar nuestra pequeñez como fuente de alegría en nuestra vida: «El conocimiento y reconocimiento de la miseria humana ante Dios significa impotencia de Dios y omnipotencia del ser humano»[1].
Dios se vuelve impotente ante el niño que suplica y se abraza a sus pies. El Padre Kentenich supo que era pequeño y supo alegrarse del amor de Dios. Se supo amado por Él. En nuestra pequeñez se manifiesta la grandeza del poder de Dios y de su misericordia.
Pero hoy, aunque sigue habiendo grandes miserias, falta muchas veces la experiencia de la misericordia infinita de Dios.
Él necesita nuestra súplica. Como la súplica del P. Kentenich en aquella pequeña capillita un día. Así surgió una gran obra para Dios: « ¡Cuántas veces en la historia del mundo ha sido lo pequeño e insignificante el origen de lo grande, de lo más grande! ¿Por qué no podría suceder también lo mismo con nosotros?».
Pienso en María y en nosotros. Tan pequeña María. Tan pequeños nosotros. Necesitamos volver siempre a la humildad del origen. María se hace esclava de Dios en su pequeñez y humildad. La vida crece por el servicio de María silencioso y oculto. Ese amor que se muestra en los pequeños detalles, no en gestos grandes, heroicos.
Niños ante Dios