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Preguntas ¡y respuestas! ante la muerte

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 02/11/14
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​Pienso que el cielo es estar junto a Dios, junto a María, junto a las personas que hemos amado más en la tierra, sentirnos amados del todo
Este fin de semana es un tiempo de gracias. Ayer celebramos a los santos y hoy rezamos por los difuntos. Ayer fue el día de los creyentes. Hoy es el día del hombre.
 
Hoy recordamos a los difuntos. Vidas que concluyeron. Vidas tantas veces inconclusas. Se cerró el horizonte de la vida. Nos dejaron dolor y vacío. ¡Cómo no temer la muerte que frustra todos los planes de plenitud!
 
Todos caminamos con la pregunta de la muerte. Con esa herida. La tapamos con cosas y proyectos, asegurando un futuro incierto. De vez en cuando nos duele. Todos dudamos, todos confiamos de alguna forma, todos deseamos dejar huella, que no nos olviden, todos tenemos miedo al sinsentido, a desaparecer.
 
La muerte forma parte del misterio humano más hondo, nos hace vulnerables y humanos. Somos pequeños. Necesitados de otros. ¿Cómo será? ¿Cuándo?Es la incertidumbre que a todos los hombres nos acompaña y nos une.
 
Vivimos la vida con pasión pero sabemos que el tiempo es limitado y soñamos con la vida que no termina, con el amor que no acaba.
 
En la muerte se esconde el misterio de la vida y en la vida el de la muerte. Las cosas que son importantes en el momento de la muerte, son las importantes en la vida. Ante la muerte nos importa lo más sagrado, las personas, Dios, y tantas cosas pequeñas dejan de estar en primer plano.
 
Así quisiéramos vivir cada día. Pero estamos divididos entre la altura y las caídas. El alma y el cuerpo, lo más alto y el descenso. La imagen de la meta, la casa, un destino, un descanso.
 
No queremos perder la esperanza. Tenemos miedo a perder a los que más amamos. Echamos de menos a los que no están y no es fácil sentir su presencia desde el cielo. Necesitamos tocar, ver, acariciar. Añoramos no tenerlos a nuestro lado. A veces dudamos.
 
Aquellos que no creen puede que se pregunten si de verdad existe algo más. Para nosotros que creemos, también a veces es difícil creer sin ver. Nadie ha vuelto para contarnos. Es humano temer y dudar. No pasa nada.
 
Querríamos caminar por la vida sin miedo. El salto de fe es tembloroso e incierto. Nuestra vida es caminar hacia el cielo en ese claroscuro de la fe y del amor. Consiste en ayudarnos los unos a los otros, sabiendo que nuestra sed sólo se apagará en el cielo.
 
Nada tendría que apartarnos de su amor. Debería bastarnos para caminar. Confiando avanzamos. La muerte es ese final que turba tanto al corazón. El corazón desea el infinito y sufre con la temporalidad, con lo caduco.
 
Quisiéramos que todo lo vivido fuera eterno. Los momentos de alegría, de encuentro, de familia, de hogar. Los mejores recuerdos de infancia, de intimidad con alguien que nos ha amado mucho, que nos comprendió, los instantes de paz en que hemos tocado a Dios y hemos sentido su abrazo. Los momentos de risa, de diversión, de ternura, de misericordia y perdón dado y recibido. Los momentos de luz. De descanso después de la tormenta. El nacimiento de un hijo, un descubrimiento que nos abrió la vida de nuevo, una palabra que nos marcó. Todos esos momentos que guardamos dentro son tesoros que quieren ser eternos.
 
A veces nos duelen por la nostalgia del pasado y anhelamos que vuelvan. Cada uno sabe qué guarda dentro. Esos momentos serán eternos en el cielo. De alguna forma serán eternos junto a Dios. Y mucho más, porque el sello de Dios es que siempre desborda.
 
La renuncia a tantas cosas que nos tocó en la vida hará que nuestro cáliz del alma vaciado se llene por fin. Todo eso es lo que viven los que nos han precedido en el camino, eso es lo que creemos.
 
Pienso que el cielo es estar junto a Dios, junto a María, junto a las personas que hemos amado más en la tierra. Sin nada de lo que nos enturbia ahora la mirada y el corazón. Sentirnos perdonados del todo, amados del todo

, abrazados del todo.
 
Aun así, no sabemos, no conocemos, porque no lo vemos, y preferimos esperar. Necesitamos a los que amamos, que se queden, que no se vayan todavía. No podemos vivir sin ellos. No queremos que sufran, que pasen dolor ni enfermedad, no queremos estar sin ellos. El alma se desgarra.
 
Pero esperamos, confiamos, nos fiamos del amor de Dios, de que siempre cumple sus promesas. Él escucha nuestra oración y nuestro corazón da un salto al vacío. Creemos porque otros creen, creemos porque hemos conocido el amor de Dios.
 
Creo que mi vida es para siempre, creo que mi vida en plenitud no terminará nunca. Creo que los que más sufren serán consolados, que Dios y María los esperan a la puerta del cielo para cogerlos en brazos.
 
Y creo que los que más han amado recibirán un amor que no podemos imaginar. Creo que mis seres queridos que han dado la vida por los suyos de forma sencilla, ahora me cuidan, me esperan, me protegen, interceden por mí y de alguna forma están a mi lado.
 
Creo que Dios saldrá a buscarme en el momento de mi paso, que sabe mi pecado mejor que yo y que sólo desea perdonarme, y decirme que soy su hijo querido, que por fin estoy con Él. Y ante Él me sentiré niño de nuevo.
 
Jesús nos dice hoy que va a prepararnos el camino. Que nos guarda sitio, junto a Él. Eso nos sostiene. No nos promete un cielo frío. Nos promete estar junto a Él. Me aguarda, me reserva el sitio mejor, el lugar que anhelo con todas mis fuerzas, donde se calme mi herida, mi sed, mis sueños. Ese lugar donde lo que soy llegue a plenitud, donde estén los míos. Nos dice que hay muchas estancias. Que cabemos todos.
 
El camino es Él. Y está siempre abierto. Su costado abierto nunca se cierra. Recorriendo su corazón, su misterio, su cruz, su vida y su muerte, llego a mi hogar, a la casa de mi Padre. Y mientras tanto, va a mi lado, enseñándome a amar la vida, a dejarme el corazón hecho jirones y a vivir un poco, junto a otros, el cielo en la tierra.

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