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Francisco y Benedicto: Donde hay ortodoxia, hay reforma de la Iglesia

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Jorge Traslosheros - publicado el 31/10/14
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Reflexiones sobre algunos lugares comunes en torno a la reforma y los papas actuales

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Identificar a Francisco como un Papa reformador ya se ha convertido en un lugar común, con sobrada justicia debemos decir. Sin embargo, también lo fue Benedicto XVI, para sorpresa de algunos. Lo que afirmo parecerá extraño a quienes gustan de medir los acontecimientos eclesiásticos con los precarios instrumentos de la geometría política, pero en manera alguna lo es cuando los apreciamos desde su propia lógica.
 
La historia de la Iglesia nos muestra que su estado natural de existencia es la reforma y que sus problemas suelen derivar de la pérdida de su impulso. En cada época hay procesos reformadores diversos que se mueve a diferentes ritmos e intensidades, con distintos protagonistas, enfrentando problemas específicos. En ocasiones son laicos quienes les lideran, en otras son clérigos, religiosos, obispos o papas, hombres y mujeres por igual. La historia eclesiástica es riquísima en la materia y quienes nos dedicamos a estudiarla nunca terminamos de sorprendernos. Ahora bien, hay momentos en que los procesos se aceleran en forma por demás dramática, como en el siglo XII a consecuencia de las reformas de san Gregorio VII (un largo proceso que no podemos sintetizar aquí). Y, por supuesto, en nuestra época antes y después del Concilio Vaticano II. Son momentos de gran dinamismo, de encuentros y desencuentros graves que toman el trabajo de varias generaciones. En efecto, justo lo que hemos vivido desde finales del siglo XIX en la Iglesia Católica Apostólica Romana.   
 
Ahora bien, en ninguna época el proceso de reforma en la Iglesia ha significado conformarse sin más a las tendencias del tiempo. Si tal fuera el caso, San Gregorio VII se hubiera sometido a la voluntad del Emperador germano, renunciando a la indispensable lucha por la independencia de la Iglesia, y san Francisco hubiera sido acaso un amable y simpático comerciante de Asis, pero jamás el juglar de Dios. O bien, San Francisco de Sales se hubiera convertido en cato-calvinista, o proto-jansenista, sin explorar el poder de la palabra escrita, y san Juan Bosco en un bonachón promotor de la revolución industrial turinense, mas no en el revolucionario de la educación que fue. Lejos de conformarse, cada uno de ellos, con enorme arrojo transformaron a la Iglesia y marcaron la historia del tiempo que les tocó vivir. Ejemplos abundan. Mi deseo es tan sólo alimentar la curiosidad del lector.  
 
Vayamos más al fondo de la tensión entre transformar el mundo, sin hacerse parte del mundo, sin mundanizarse como diría el Papa Francisco. Pensemos. Si el asunto fuera tan simple como negociar con las modas culturales sin tomar riesgos, entonces, a Jesús nunca lo hubieran crucificado, la resurrección no hubiera sucedido y la redención no estaría en el horizonte de nuestra pobre humanidad.
 
Las palabras de Benedicto XVI, dichas en Alemania, en el sentido de que “no es diluyendo la fe como nos hacemos más modernos”, recuperan un elemento distintivo de la historia de la Iglesia, de lo mejor de su tradición teología y, en el momento actual, resultan proféticas. Si tal es el caso, como lo es, entonces nadie debe sorprende de que cuadren perfectamente con el genio pastoral de Francisco. Es imperativo proponer a Cristo con imaginación; pero debemos asumir que el Evangelio no es cómodo hoy, como no lo fue para los apóstoles. Cuando se hace conveniente, entonces algo anda mal en nuestra vida espiritual. Nos volvemos cristianos grises, como dijo el Papa.  
 
Debe quedar claro de una vez. Francisco es un Papa reformador, como lo fue Benedicto, porque es profundamente ortodoxo. A sus palabras y testimonio remito, no al chismorreo mediático. Mientras más ortodoxos los papas, mejor responden a las necesidades de reforma de la Iglesia, cual fue el caso de Juan XXIII y Paulo VI, por hablar del Concilio Vaticano II. Ortodoxia no significa tradicionalismo, misoneísmo, horror a lo nuevo, sino fidelidad a Jesús cuyo evangelio debe encarnarse en cada generación y en cada cultura, experiencia de la cual se nutre la tradición en la Iglesia entendida la como la fuerza vital de su historia. La tradición siempre es novedosa porque implica un proceso de recepción por la nueva generación de lo que le entregan los mayores, de adaptación y renovación ante los retos siempre nuevos, y su vuelta a proponer a las siguientes generaciones. Y así por dos mil años. Este dinámico proceso que necesariamente vive la tradición, es lo que nos permite entender el significado preciso y profundo de la ortodoxia como una realidad siempre situada en la historia y en cada persona. Como bien dijo Ratzinger, donde hay tradición hay renovación, donde hay ortodoxia hay ortopraxis.

 
Por lo anterior, es correcto afirmar que tradicionalismo y tradición son términos totalmente opuestos, como también lo son ortodoxia y misoneísmo (horror a lo nuevo). Mientras que el tradicionalismo es la voz muerta de los vivos, la tradición es la voz viva de nuestros padres en nosotros, como lo seremos en nuestros hijos. Mientras misoneísmo es el rechazo irracional a lo nuevo, ortodoxia es la aventura del pensamiento para asumir los nuevos retos y actuar correctamente, con osadía si es preciso.
 
Por eso, el análisis que privilegia la geometría política sobre la historicidad de la Iglesia acaba por explicar poco y generar confusión. Se comprende que pueda suceder cuando la reflexión proviene de politólogos o periodistas legos, lo que hace necesario explicar y dialogar; pero resulta poco, muy poco aceptable en analistas que se llaman católicos y menos cuando se pretenden los “auténticos católicos”. Se trata, pues, de un error grave de método cuya consecuencia es, por ejemplo, tachar a Francisco como el “progresista”, en oposición a Benedicto “el tradicionalista”.
 
Para evitar ociosos debates, me parece necesario comprender lo que realmente implica una reforma en la Iglesia. Yves Congar, teólogo sobresaliente entre los muchos que hubo en el siglo XX, perito del Concilio nombrado directamente por Juan XXIII, amigo personal de Pablo VI, colega de Joseph Ratzinger en la Comisión Teológica Internacional y también cardenal creado por Juan Pablo II en 1993, publicó en 1952 su libro Verdadera y falsa reforma en la Iglesia. Obra que en su momento fue motivo incluso de persecuciones, como las sufridas también por de Lubac o Von Balthasar. El hecho es que, con gran sentido de la historia, Congar identificó cinco elementos constantes en los procesos de reforma en la Iglesia:
 
1.- Respeto irrestricto a tres elementos constitutivos de la Iglesia como son la revelación articulada en la dogmática, los sacramentos y su constitución jerárquica.
 
2.- La crítica franca, leal y propositiva, lo que deja fuera de lugar el chismorreo y, sobre todo, los pleitos publicitados en las lavanderías de la prensa secular.
 
3.- Profunda seriedad intelectual, que es lo opuesto a las ocurrencias de ocasión por espectaculares que puedan parecer en la prensa o en los pasillos.
 
4.- La incorporación activa de los laicos, renunciando a cualquier forma de clericalismo, incluida la común ente los laicos clericalisantes, siempre tan dispuestos a sacarle al bulto en sus compromisos, endilgárselos a los curas, religioso y obispos, para después acusarlos de incompetentes. Se los dice un laico no exento de semejante pecado.  
 
5.- El regreso a las fuentes originales de la fe, para proponer el Evangelio con frescura en los tiempos presentes.
 
Me parece que, lo anterior, deja en claro por qué los papas Francisco y Benedicto han sido fuertes reformadores, cada uno en su estilo, como también por qué sus magisterios se ajusten como finas piezas de relojería. En otras palabras, lo que Benedicto ha sido para la teología, Francisco lo es para la dimensión pastoral de una Iglesia global.
 
Quiero terminar mis reflexiones con un llamado al sentido común, la cara más bella de la razón. Quien se crea el chismorreo de que Francisco lastima o destruye la Iglesia por sus posiciones “progresistas” comete un grave error, como lo cometen cuantos consideran a Benedicto un “tradicionalista”. Sin embargo, quien además lo afirme y lo promueva miente a conciencia y destila muy mala leche. 
 
             

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