Hablan dos sobrinos del papa Montini, con motivo de la beatificación. Uno de ellos le vio morir
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Pablo VI fue un gran papa y un gran italiano que supo conjugar la universalidad del pontificado con sus raíces e identidad italianas. Se le ha definido un papa moderno, intuitivo, profético.
Pablo VI fue el primer pontífice del siglo XX en viajar en avión, en cruzar las fronteras italianas, en llegar a todos los continentes, en sufrir un atentado en directo TV, a reabrir el diálogo con la Iglesia ortodoxa. A Pablo VI le tocó gestionar la utopía de Juan XXIII, dirigir al mundo la Iglesia del Concilio, reformar la Curia vaticana, mantener la ruta en la tempestad del 68, afrontar una opinión pública sin prejuicios. Mirar a la cara la sucia guerra de Vietnam. Le tocó asistir a la muerte del amigo de toda la vida, Aldo Moro, asesinado por las Brigadas Rojas.
Nacido en Concesio en 1897, segundo de tres hermanos, mantuvo siempre un vínculo particular con su familia, un afecto que manifestó en innumerables ocasiones.
Fausto Montini es el último de los siete hijos de Ludovico, el hermano mayor de Giovanni Battista Montini. Pablo VI es su tío carnal. Entre los recuerdos más inolvidables, el día de su elección.
“En junio de 1963 ‒ recuerda Fausto Montini ‒ me encontraba en Milán porque hacía pasantías como abogado. Me encontraba en un parking cuando un encargado me dijo que en el Conclave para elegir al nuevo papa había habido fumata blanca. En familia no se pensaba en absoluto que mi tío pudiera ser elegido, aunque con mente fría, había posibilidades. Mi tío unos días antes del Conclave había venido a casa a saludarnos y no pensaba en el papado, tanto que nos dijo que nos volveríamos a ver pronto. Llegué a casa y la TV anuncia su nombre. Suena el teléfono. Es mi padre, que llama a sus siete hijos pidiendo que nos arrodilláramos y rezáramos el Credo. Suena el timbre de casa, antes termino de rezar, y tras la puerta había una nube de periodistas”.
Unos días después se encuentra en Roma para la coronación, y sólo entonces se da cuenta de que algo ha cambiado. “Tras su coronación ‒ prosigue Fausto Montini ‒ comprendía que era siempre un pariente, seguía estando el afecto, pero vi que se había convertido en una persona de estatura muy distinta. Estaba la presencia del Espíritu Santo y vivía en una altísima dimensión espiritual. Nos dimos cuenta aún más de que no debíamos interferir con la vida y la elección del tío. No solo no debíamos interferir, sino que debíamos mantener la reserva, limitar al máximo nuestra presencia, porque no teníamos ningún derecho o privilegio para estar por delante de los demás”.
Marco Montini es hijo de Giorgio, el primogénito de Ludovico. Pablo VI es, por tanto, tío de segundo grado. Al vivir en Roma, fue el único pariente que pudo asistir a su muerte. “Estaba en casa ‒ recuerda ‒ porque era domingo. En agosto mi padre estaba como era su costumbre en Ponte di Legno con los abuelos. Me llamó al final de la tarde don Macchi, el secretario del papa, diciéndome que el Pontífice estaba muy mal. Cuando llegué a Castelgandolfo, el tío ya no estaba consciente. Con las pocas personas presentes, nos arrodillamos y rezamos el Padrenuestro. En el momento en que expiró, a las 21,40, sonó el despertador que estaba en la cómoda. Era un despertador que su madre le había regalado en su juventud, y que siempre había conservado. Fue una coincidencia particular, como si su madre estuviera acompañándole”.
Un recuerdo lleva a otro y no acabaría nunca. Lo importante es mostrar que la santidad de Pablo VI no lo es porque fuera papa, sino por su ejemplo de vida, porque fue un cristiano que vivió las virtudes heroicas y que se ha convertido, en consecuencia, en un modelo para todos.
Fausto Montini quiere deshacer el mito de un Pablo triste, como se le definió: “No era triste, como se dice. Era el papa de la alegría. En privado tenía una ironía refinada, culta, al estilo inglés. Le gustaba bromear. Prueba de ello es que le encantaba rodearse de personas alegres, como el padre Bevilacqua, un emiliano que combinaba bromas y burlas de todo tipo. Un día dijo en una predicación que la homilía nunca debía superar los 5 minutos, porque si dura 10 es para la vanidad del predicador, si dura 15 es para el demonio. Giovanni Battista Montini, aún joven sacerdote, escribió una carta a su madre donde le decía que volvía de San Pedro donde había ido a rezar, porque a San Pedro ¡también se va a rezar!”.