Se cuenta que San Bernardo solía pasear todas las mañanas por el jardín del monasterio. Rezaba, meditaba. Tenía algo peculiar: al pasar frente a una imagen de la Virgen Santísima hacía una pequeña reverencia y le decía con profundo amor: “Yo te saludo María”.
Así fue durante un tiempo. Una mañana, al pasar frente a la imagen y saludar a la Virgen, escuchó una dulce voz que le respondía: “Yo te saludo Bernardo”.
Recordé esta hermosa vivencia de san Bernardo, al leer la historia del padre José Kentenich, prisionero en Dachau, un campo de concentración nazi.
Al ver el grave estado de las cosas, decidió hacer una novena a la Virgen, para animar a los que sufrían, e incluyó esta hermosa esta oración: “Madre, yo te saludo. Madre, salúdame también tú a mí”.
Al hacerlo, el Padre Kentenich tenía presente este pasaje del Evangelio, que contiene una riqueza asombrosa:
“Por entonces María tomó su decisión y fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre: Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: “¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!…” (Lc 1, 39-42).
Mi reacción fue inmediata: ¿Cómo no había visto antes esta maravilla? María saludó a su prima y ésta quedó llena del Espíritu Santo.
Me he pasado varios días mascullando esta oración: “Yo te saludo María, salúdame también tú a mí”. Y la hice extensiva a mis amigos, familiares y conocidos: “Yo te saludo María, saluda a mi esposa Vida”. “Yo te saludo María, saluda a mi hermano Frank”.
¿Crees que la Virgen no te ha escuchado? Los frutos se verán con el tiempo. Nos basta confiar. Ya verás cómo María responde tus súplicas.
Te toca a ti, ahora, incluir a quienes deseas favorecer con el auxilio de María. Y seguir orando, sin desfallecer.
Fragmento del libro El gran secreto, de Ediciones Anab