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Del infierno de las drogas a la misericordia de Dios

drogas, adicción

© Luca Serazzi

Portaluz - publicado el 27/09/14

Un camino de esperanza es el de Jaime Huenchuman, su anhelo es que otros vuelvan los ojos a Dios

Pese a los aparentes esfuerzos de organismos y gobiernos, el consumo de drogas crece en el mundo generando costos no sólo en salud y seguridad pública, sino también sobre la credibilidad en los gobiernos que para el ciudadano carecen de efectividad en la solución de esta lacra.

Pero el costo principal es aquél que describe el infierno que –con alguna o nula conciencia- viven quienes consumen las drogas. En este contexto el último informe emitido por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) entrega apenas pinceladas que aproximan este drama de nuestro tiempo…

El documento citado señala que “en 2012 entre 162 y 324 millones de personas, es decir del 3,5% al 7,0% de la población mundial de entre 15 y 64 años, consumieron por lo menos una vez alguna droga ilícita, principalmente sustancias del grupo del cannabis, los opioides, la cocaína o los estimulantes de tipo anfetamínico”.

Julio Huenchuman conoce el rostro de ese infierno que el informe aproxima, pero también la misericordia de Dios que lo llevó a la comunidad terapéutica de las Fazendas de Esperanza, ubicada en el predio de Las Canteras, a unos pocos kilómetros de la localidad argentina de Deán Funes.

Las heridas de vientre materno y en la infancia

Julio comienza narrando a Portaluz que nació al sur de Argentina y lleva sangre mapuche en sus venas. Quizás por costumbres que como niño no comprendía o bien por secretos que permanecen ocultos en la historia familiar, su infancia transcurrió por tres lugares: la residencia de sus abuelos, en casa de Claudia, su madre, y transitando por las calles de la localidad de Cipolletti.

Apenas recuerda algunas expresiones de cariño por parte de Claudia, quien también en aquella época era una adicta. “En ese momento cuando era niño fui muy rebelde. Ya tenía actitudes no buenas como robarle a la familia y otras maldades".

"Desde pequeño crecí con odio. Nació en el momento que dejé de ver a mi madre, cuando me informaron que a ella la iban a internar -recuerda-. Eso me marcó mucho porque yo era muy apegado a ella. Mis abuelos veían la adicción de la droga como un sufrimiento… para ellos esto era algo nuevo, pues venían del campo”.

Con el paso de los años y la compañía sanadora de una religiosa, la madre de Julio pudo rehabilitarse gracias a una fundación llamada Viaje de Ida y Vuelta.

“En ese entonces ya éramos cinco hijos y nos fuimos a vivir solos; iba a veces a la casa de mi abuela. A mi madre la acompañó una mujer que era religiosa, una Hermana de la Misericordia muy conocida en Cipolletti. Ella la ayudó mucho a conocer los valores y le consiguió una casa para independizarse”.

Entre los sueños y la miseria

Sin la protección, el afecto y demás realidades benéficas que otorga una familia sana, Julio, el niño y adolescente, extravió el rumbo. Conoció, nos dice, a personas que estaban en el ambiente de la droga y la delincuencia.

Me fui iniciando en el robo. Entonces, dejé la escuela. Tenía muchos proyectos, quería ser Maestro Mayor de Obras, quería trabajar, quería ser una persona, alguien. Y cuando empecé a iniciarme en la droga, se fue todo. No tenía metas. Empecé con la marihuana y luego pasé a consumir drogas más duras”.

Espontáneo, muestra cicatrices que tiene en su cuerpo –fruto de historias que prefiere silenciar- y comenta que ellas hablan de las heridas que alguna vez atormentaron su alma.

“A los 18 recibo una puñalada en el pulmón y llegué a terapia intensiva”. Pero el alma de Julio no escarmentaba, según él mismo confidencia… “Sigo en este mundo con mucho odio, rencor, con heridas profundas, sin sentimientos. No me importaba robarle a una persona, ni si ella se quedaba sin sus cosas por las que hubiera trabajado toda su vida, menos su dolor.

Sólo me preocupaba de mí”.

Adicción, delincuencia y violencia

Habían transcurrido seis meses luego de aquella primera puñalada, cuando enfrentó una discusión con otros muchachos y terminó recibiendo otra herida en el estómago. “Cuando me drogaba mucho, me ponía violento con otras personas…”, reflexiona hoy.

Pero el mal no sólo mordía el alma de Julio, sino que por su medio buscaba reproducirse, como un cáncer sin control. Julio así lo testifica: “Ya después, a mis hermanos más chicos, les estaba enseñando a robar o en otras ocasiones les robaba”, prosigue.

De Río Negro, la provincia de donde venía, salía incluso a robar a otros sectores, hasta que cayó detenido a los 23 años, el 14 de octubre de 2010. En el encierro finalmente, se produciría un punto de quiebre.

“Estuve preso en un penal de Buenos Aires y me condenaron a tres años, con posibilidad de salir en forma condicional. Los primeros tres meses permanecía consumiendo y tenía a una persona que me llevaba drogas, allí en la misma celda donde estaba".

"Después, ocurrió algo que marcaría mucho mi vida… mi madre me fue a ver y la veo llorar mucho, aún la recuerdo -recuerda-. Aquella expresión… la vi sufrir mucho, y yo pensaba que ella nunca iba a llegar a la cárcel para verme. Entonces comprendí que en el momento en que consumía, no era persona, me creía el más malo de todos, pero todo era una mentira que yo me la creía”.

Dios Padre al encuentro

Los primeros meses, para evitar ser agredido por otros reos al ser primerizo, tuvo la suerte, dice, que aceptaran su solicitud para ser recluido en el pabellón de evangélicos. Allí recibió un significativo regalo.

“Me acuerdo que había un carcelero que me pasó una revista que se llamaba Más que Vencedores y tenía testimonios de deportistas que contaban cómo Dios los había ayudado para salir adelante. Era algo que yo después empecé a experimentar, y cada vez que leía las líneas del Evangelio no comprendía nada, pero me daban paz, tranquilidad”.

En total fueron 11 meses que sirvieron para enmendar los pasos de Julio. En tanto, afuera, distintos hechos transformaban la familia de Julio. Su madre, por un lado, pedía con fervor por la conversión de su hijo, mientras que sigilosamente la obra del Espíritu Santo se estaba concretando por medio de un nuevo rostro. “Hubo una catequista que había conocido a mi madre cuando yo estuve en el hospital la primera vez que me apuñalaron. Ella la acompañó desde ese instante mucho… al poco tiempo me escribía cartas a la cárcel, me enviaba cosas para leer, y me dijo una vez si quería, podría ser mi madrina de bautismo”.

La salida del recinto penal de Buenos Aires -el 8 de septiembre de 2011- marcaría un nuevo comienzo para Julio. Empezó a participar con un grupo de jóvenes católicos en el barrio e inició sus sacramentos, aunque aún transitaba por dos caminos.

“Por un lado veía la luz y el amor en ese grupo de chicos, porque me hacían sentir amado; y por otro lado, tenía a los compañeros con quienes delinquía”, lamenta.

Sanar las heridas y liberación

Pero su alma gritaba pidiéndole optar por abandonar el delito y las drogas, recuerda, “estaba como medio tambaleando” e incluso “estuve semanas tratando de buscar un trabajo”… “Habré consumido una o dos veces afuera… y después hubo un momento muy fuerte".

"En Diciembre, ya estaba bautizado y había hecho la primera Comunión, pero recaí el 22 de diciembre, durante la noche. Me volví para atrás en ese momento -explica-. Al otro día, habíamos organizado en el barrio salir a repartir golosinas y yo, anteriormente, había ofrecido disfrazarme de Papá Noel para repartirlas con un grupo de señoras en el barrio. Por dentro tenía mucho dolor por haber fallado.

Estando ya caracterizado como Papá Noel, me acerqué a una niña y cuando le entregué los regalos en su casa, ella saltaba de alegría y decía: «Papi, papi, ¿viste que vino Papá Noel?» ella vino y me abrazó. Ese fue un momento de shock para mí, y me cuestioné cómo yo podía hacer las cosas tan mal”.

Pasaron las horas y le pidió a Dios que pese a sus fragilidades, le acompañara en su caminar, y así se produjo. “Días después empecé a compartir con los jóvenes, a hacer un curso de cocina y empecé a superarme yo mismo”. Consiguió su primer empleo y su alma rebozaba de gozo, nos cuenta, al pensar que el ingreso que recibía no era a costa de dañar a otros ni a sí mismo.

Pero a pesar de estos avances, dice, intuía que en lo profundo no estaba sano y quería profundizar su relación con Dios, fortalecer su seguridad frente a la tentación. Así, animado por su madrina, conoció la experiencia de las Fazendas en Argentina.

Se sentía esa presencia de Jesús en medio del grupo y me sentí muy querido. Nos reuníamos los sábados. Para mí, los sábados son días muy peligrosos, porque es muy difícil enfrentar a las personas y el ambiente en que se movía la droga -reconoce-. Pero me sentí muy amado y empecé a caminar, con mil dificultades, con mis altos y bajos".

"Pero ese fue el principio de la recuperación… te vienen muchas culpas, porque están las heridas de la droga. Empecé a sanar esas heridas, a perdonar a mi madre, porque ahí yo me di cuenta de todas las dificultades. Sentí un vacío, y en un momento me di cuenta de los consejos de mi madre. Sus palabras vinieron a mi cabeza, y yo, que estaba  cumpliendo ya dos meses en la Fazenda, me dije: «Mi mamá estuvo dos años y lo hizo por nosotros, por sus hijos»”… Yo tenía otra visión antes, pensaba que me había abandonado, que era una drogadicta y esas cosas. Entonces comencé a entenderla. Dios hizo posible que sanara esas heridas de rencor hacia mi madre”.

Después de estar en la Fazenda, Julio volvió a casa y logró terminar el curso de cocina. Hoy, con 26 años es un hombre nuevo.

“Soy padrino en la comunidad y mi tarea es acompañar y amar, poder ser luz para aquella persona que viene buscando esperanza, salvación. Nosotros nos comunicamos con las familias, somos quienes tomamos a veces determinaciones para la comunidad, buscando el bien para el hermano. Es algo lindo, porque uno, cuando llega la noche, se da cuenta que hizo muchas cosas y a la vez, algo que es significativo… Dios está en este lugar, sin Él no se puede hacer nada”.


Artículo originalmente publicado por Portaluz

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