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¿Quieres saber qué es la prudencia? Aprende de san José

ŚWIĘTY JÓZEF

Nheyob/Wikipedia | CC BY-SA 4.0

Centro de Estudios Católicos - publicado el 16/09/14

No querer llevar siempre razón, no precipitarse, valorar con objetividad, prever con inteligencia, son los rasgos de una persona prudente

Una reflexión del entonces cardenal Ratzinger refiriéndose a san José, esposo de Santa María Virgen, nos bosqueja el reto que suscita la prudencia, que consiste en la vigilancia interior y el cultivo de la capacidad para obrar bien y tomar decisiones correctas, accionar que ayuda a que evitemos errores que luego lamentamos.

El cardenal Ratzinger señalaba a san José como modelo de prudencia, todo lo contrario de quien actúa de manera precipitada, guiado por arrebatos intempestivos.

La prudencia practicada por personas como san José constituye una virtud cardinal de orden práctico que nos ayuda a obrar rectamente, facilitando la elección de los medios conducentes a nuestra perfección.

Es la “auriga virtutum” –conductora de virtudes­­– como la denominó san Bernardo de Claraval, porque acciona numerosas capacidades humanas como la humildad, la escucha y el discernimiento.

Por aquella razón algunos autores la consideran como una virtud fundamental, quizá la más importante de las “cardinales”, porque las otras, como la justicia, la fortaleza y la templanza, dependen de ella.


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La prudencia nos vincula objetivamente a la realidad, exigiendo un conocimiento de la verdad que permite obrar el bien. Constituye una virtud que se gana en el tiempo. De allí que el papa Benedicto XVI afirmase que la prudencia es algo muy distinto a la astucia.

La prudencia es una virtud esencial para la vida cristiana. Según Santo Tomás de Aquino, constituye “la virtud más necesaria para la vida humana”, porque es una facultad que compromete nuestras acciones, y cómo nos comportamos.

Prudencia y verdad

Ella nos aleja tanto del triunfalismo como del pesimismo. Más bien nos ayuda a acercarnos a la realidad, buscando diversos factores o elementos para actuar rectamente, teniendo como perspectiva la esperanza que trae la fe en la victoria del Señor y sus promesas.

En este contexto la prudencia está íntimamente unida a la verdad. El hombre prudente es el que hace de la verdad su principal criterio de actuación.

La prudencia exige una inteligencia disciplinada y vigilante, que no se deja llevar por prejuicios; que no juzga según sus deseos y pasiones, sino que siempre busca la verdad, incluso, aun si la verdad resulta incómoda.




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Para crecer en prudencia es vital hacerlo también en humildad. El defecto contrario es la imprudencia, que incluye la precipitación, la impulsividad, la inconsideración, la inconstancia, en suma, la falta de señorío sobre las pasiones.

La humildad nos ayuda a aceptar que, como manifiesta David Isaacs, “todos tenemos algún tipo de manía pequeña o grande, y eso puede influir sobre la visión objetiva de cada situación”.

Una virtud que se trabaja

La prudencia necesita de un cultivo constante y paciente. “Se trata -añade Isaacs- de discernir, de tener criterios, de enjuiciar y decidir (…) Para conocer la realidad, en primer lugar, hará falta querer conocerla y reconocer que no se está en posesión de toda la verdad. La persona autosuficiente y soberbia puede considerar su propia capacidad de conocer la verdad tan superior que no necesita poner en duda sus propias apreciaciones iniciales, ni intentar corroborar la información que puede tener. La actitud que buscamos es aquella en que, sin desestimar el valor de la propia apreciación, la persona reconoce sus limitaciones e intenta apreciar objetivamente los datos que posee”.

En orden a adquirir la prudencia, necesitamos del consejo, del juicio y del imperio. Santo Tomás destacaba que un buen consejo puede evitar la acción precipitada. La adecuada capacidad de juicio se contrapone con la inconsideración; y el imperio conduce a la voluntad ordenada, rescatándonos de la inconstancia.

Las virtudes siempre se dan juntas

Entre los elementos necesarios para la acción prudente está la docilidad, que es el reconocimiento de nuestra ignorancia. Joseph Pieper especificaba que la docilidad es “saber-dejarse-decir-algo”.

Más bien criticaba firmemente la indisciplina y la manía de “tener siempre la razón”, que en el fondo son maneras de oponerse a la verdad.

Las personas prudentes aprenden a cultivar la “solercia” o “sagacidad”, precisamente la “objetividad ante lo inesperado”.

Un antiguo dicho manifiesta que las batallas victoriosas tienen numerosos “generales”, mientras que las derrotas, ninguno. Precisamente un buen general sabe perfectamente que los retos cotidianos superan fácilmente los mejores planes.

Es imposible adelantarse y planificar todos los imponderables. Más bien la persona prudente aprende a confrontar las situaciones imprevistas con flexibilidad, sagacidad, perspicacia, habilidad e ingenio, que no puede confundirse con el relativismo o la llamada “ética de situación”.

La prudencia necesita circunspección, pues vincula principios y circunstancias. Al desenvolverse la vida humana a través de diversas situaciones concretas, es necesario el análisis y encauzamiento de las mismas.

“Así como es propio de la previsión descubrir lo que es de suyo conveniente para el fin -dirá Santo Tomás-, la circunspección considera si ello es conveniente a ese fin, dadas las actuales circunstancias”.


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También se necesita cautela, pues la bondad y la maldad se entremezclan en los hechos contingentes. La precaución nos ayuda a elegir aquello que es mejor mientras evitamos los males que impiden la efectiva realización del fin mayor.

Siguiendo a santo Tomás podemos concluir que la prudencia necesita de nuestro mejor razonamiento.

Meditando la parábola del Señor Jesús sobre las “Vírgenes Prudentes”, podríamos tener la apresurada impresión que parecía obvio prever la necesidad del aceite si es que la procesión nupcial iba a ocurrir avanzada la noche.

Pero, una vez más, estamos pensando después de ocurrida la “batalla”. Precisamente Jesús califica a las “imprudentes” de “imprevisoras”, porque estaban embotadas por sus hábitos engreídos y complacientes. Un “lujo” que ninguna persona responsable y con el deseo de crecer en virtud puede permitirse.

Por Alfredo Garland Barrón, el artículo completo puede leerse en Centro de Estudios Católicos

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