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El maravilloso poder sanador de la misericordia

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© Jasmic

Carlos Padilla Esteban - publicado el 08/09/14

O cómo acoger al que se ha equivocado sin juzgarle cambia la vida de las personas

Hoy el Evangelio nos lleva a mirar al hermano con misericordia. A mirar a Cristo en el que camina con nosotros. Nos lleva a reflexionar en nuestra actitud cuando vemos errores y defectos en aquel al que amamos. ¿Qué hacemos cuando vemos una fragilidad en alguien cercano? ¿Cómo lo miramos? ¿Cambiamos respecto a él?

Jesús conoce el corazón humano. Cuando amamos a alguien, a veces queremos que sea perfecto, que sea lo que yo he soñado, lo que necesito, que responda a mis expectativas y a mis ideales. Y cuando descubrimos que es de barro, o que ha cambiado, cuando vemos su limitación, su incapacidad, su pecado, nos alejamos decepcionados, nos enfadamos, como si nosotros fuésemos perfectos. Nos sentimos traicionados. Nuestra mirada cambia. Y no se nos olvida esa limitación, esa caída. Durante mucho tiempo el resto de cosas que esa persona haya hecho no cuentan. Sólo brilla su fallo. Lo tratamos de acuerdo a su limitación. Se lo recordamos siempre con palabras, silencios o gestos. A veces delante de otros.

Nos cuesta amar al otro tal como es. Con su verdad, no con la que yo imagino, con su historia, con su don y su pecado, con su nombre, con sus heridas, con sus sombras y sus sueños. Nos cuesta mucho que conozcan nuestra fragilidad. La tapamos. Nos da miedo que no nos quieran, que nos rechacen. No queremos arriesgarnos. Si somos honestos, eso nos pasa a todos.

Debería ser que, al darnos cuenta de la debilidad del otro, lo amásemos más. En ese momento, frente a nosotros, esa persona está indefensa, vulnerable, se ha caído ese muro que todos tenemos para ocultar lo que no nos gusta de nosotros. Nuestra mirada de acogimiento o de juicio puede levantarle o dañarle por mucho tiempo. Necesita que le digamos que lo queremos, que estamos con él, que le ayudamos y no nos vamos a alejar, que no lo juzgamos, que nos sigue pareciendo maravilloso, que seguimos confiando en él. Que nosotros también somos frágiles. Que siempre se puede volver a empezar. Necesita ser sostenido y abrazado.

Quizás todos recordamos alguna vez que nos mostramos vulnerables frente a alguien y su amor sin reproches, sin condiciones, sin juicio, su mirada de cariño y de perdón, su abrazo, nos sanó profundamente. O recordamos la herida cuando no fue así, esa herida que nos duele todavía. Hace falta mucha humildad para aceptar que otro nos conozca como somos. Hace falta mucho amor para quedarnos cuando el otro ha fallado, para seguir amando sin creernos superiores.

Es ese amor verdadero, que ha madurado en la cruz, que no es egoísta, que piensa en el otro y no en uno. Así ama Dios. Cuando caemos Él sale a nuestro encuentro diciéndonos que nos quiere como somos, que cree en nosotros, nos abraza y nos perdona. Nos da una nueva oportunidad. Está enamorado de nuestra pequeñez.

Lo cierto es que desde nuestra pequeñez siempre podemos crecer. Pero, ¡cuánto nos cuesta ser educados y corregidos! Todos queremos mejorar y crecer. Pero queremos que ese milagro del cambio ocurra sin esfuerzo, sin sufrimiento, sin dolor. Creemos que las metas se alcanzan sin exigencias y sin trabajo. La pereza nos ancla y nos limita. No nos sentimos capaces de crecer, de llegar más lejos y nos conformamos con los mínimos, con lo que hay. Es más fácil conformarse y aceptar la botella medio vacía, que soñar con llenarla exigiéndonos luchar más. El esfuerzo nos parece demasiado grande.

Pero Dios no quiere que nos quedemos con los brazos cruzados. Es necesario luchar. Incluso, como decía el P. Kentenich, luchar con Dios hasta que nos muestre algo del camino al que nos llama, el ideal que ha soñado para nosotros: «Así como Jacob luchó con Dios toda la noche hasta el amanecer, así todo luchador de Dios, que sea creador de historia, debe caminar por la noche oscura de la incertidumbre e inseguridad espirituales. Debe abrirse paso a través de las debilidades morales, de impotencias, de abulia religiosa, hasta alcanzar la luz, la claridad espiritual, la profundidad religiosa y la fuerza moral necesarias. Debe luchar con Dios hasta que le revele su rostro, hasta que lo bendiga con la bendición del conocimiento, de la certeza, de la audacia y de la victoriosidad»[1].

La vida espiritual no es un camino de rosas, sencillo, como una cuesta por la que nos dejamos llevar. En la vida es necesario esforzarnos, luchar, entregarlo todo sin escatimar esfuerzos. Muchas veces descubrimos solos aquello en lo que podemos mejorar. En otras ocasiones es la comunidad la que nos ayuda, como hoy nos lo recuerda el profeta: «Te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al malvado: -¡Malvado, eres reo de muerte!, y tú no hablas, poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; pero si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida». Ezequiel 33, 7-9.

De la misma forma Jesús nos anima a vivir lo mismo: «Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano».

Nos cuesta aceptar las correcciones y evitamos entonces las críticas, las opiniones de los demás, por miedo al esfuerzo que supone cambiar y escuchar lo que nos dicen y no nos gusta. No reaccionamos bien cuando nos corrigen. No queremos dejar de hacer las cosas como las hacemos. Nos cuesta salir de nuestro pecado. Nos parece imposible cambiar cuando llevamos tantos años actuando de una determinada manera. Puede que sea el orgullo, la vanidad, el pensar que lo hacemos todo bien.

Lo cierto es que nos resulta difícil aceptar las correcciones. Hace falta mucha humildad para acoger lo que nos dicen. Cuando lo hacemos vemos cómo nos está hablando Dios. El Señor quiere que nos dejemos modelar como barro en sus manos. Pero, cuando tenemos teorías para todo lo que nos ocurre y nos sentimos seguros, es difícil aceptar otras teorías. Nos cerramos en nuestra verdad y cuesta reconocer que los otros puedan tener razón en sus planteamientos. El orgullo, la vanidad, nos hacen rocosos y rígidos, poco abiertos a escuchar, poco flexibles para los cambios.

Jesús nos pide además que ayudemos a los hombres a crecer en su camino. Sin condenarlos, con humildad y mucho amor y respeto, con infinita misericordia. ¡Qué difícil ser una atalaya desde la que ayudar a otros a crecer! ¡Cuánto nos cuesta corregir con cariño a las personas a las que queremos! Nuestro estilo debe ser el de Jesús. Mirar con misericordia, con comprensión, con ternura, con paciencia, con admiración por lo sagrado del otro, protegiendo su fama, preocupándonos sólo por él, no por nosotros.

Hoy Jesús nos dice que somos responsables los unos de los otros. Así vivió Él. Dignificando al otro. Mirando al pecador con cariño, creyendo en él, rescatando lo bueno que tiene. Así perdonó al Buen ladrón, sin condiciones, sin recordarle su pecado. Así miró a Pedro en el lago y sólo le preguntó si lo amaba. Así levantó a la adúltera y la protegió del odio de los hombres. Jesús frente al pecador es misericordioso. Mira el corazón, el pecado y la sed, el miedo y la necesidad de ser perdonado, el arrepentimiento y el anhelo de ser tocado y empezar de nuevo. Jesús toca con sus manos, nunca se aleja, perdona y levanta. No rechaza. No se queda con los perfectos, con los que no han caído. Trata la debilidad con mucho amor.

Ojalá aprendiéramos a corregir con amor, como hacía Jesús. Cuando nos sabemos amados, es más fácil avanzar. Como Don Bosco decía:

«Mi pedagogía es hija del amor. Si quieres que se te obedezca, hazte amar. Si quieres ser amado, ama. Pero aún te falta algo más, tus educandos no sólo deben ser amados por ti, sino que tienen que tomar conciencia de ello. ¿Cómo? Pregúntale a tu corazón, él lo sabe con certeza». Parece imposible amar así, pero ese amor sin medida es nuestra medida. Como decía San Francisco de Sales: «Jamás podremos amar demasiado o suficientemente. ¡Qué alegría amar sin temor a exagerar! Porque cuando se ama en Dios jamás hay que temer ni lo más mínimo».

No es fácil amar así y ser capaces de decir a alguien que ha fallado con mucho amor. No vale de cualquier forma. Tenemos que tener la mirada de Jesús. Lo primero siempre es no juzgar, mirarnos a nosotros mismos y reconocer ese pecado en nosotros también. Después es bueno callar, guardar sigilo y no hablar de eso con nadie. Cuando callamos no rebajamos al otro, no lo humillamos, no nos creemos superiores ni en posesión de la verdad.

Además es fundamental rezar mucho. Intentar comprenderle y ponernos en su lugar. A veces conociendo su historia, sus heridas, es más fácil ser comprensivos y entender sus reacciones. Si pensamos que esa persona necesita de nosotros, que nosotros somos las personas indicadas para decirle algo, porque somos autoridad moral, porque es responsabilidad nuestra, porque le queremos de verdad y pensamos que a nosotros nos gustaría que lo hiciesen con nosotros, entonces debemos hablar con mucha delicadez y humildad.

Tal vez nos asusta su posible reacción. No nos creemos poseedores de la verdad y nos da miedo equivocarnos. Tal vez nos da miedo perder su amor y cercanía. Porque es verdad que muchas personas se alejan cuando les llevan la contraria, cuando son corregidos, cuando les proponen cambios, cuando les hacen ver su error. Se cierran en su herida. No se abren a escuchar cosas nuevas. Por eso es tan importante aprender a decir las cosas con delicadeza y mucho amor.

Nada se logra sin un amor verdadero que le dé sentido a la corrección. Es importante hablar desde nuestro barro y con mucho respeto. La debilidad del otro lo hace vulnerable y lo deja desprotegido frente a nosotros. Hace falta un amor muy grande. Normalmente nosotros somos muy francos y poco delicados. Podemos hablar desde lo que nos molesta, desde nuestra opinión fría, sin tomar en cuenta lo que siente el otro. Jesús nos dice que lo hagamos «a solas» en primer lugar. Eso habla de la delicadeza de su corazón.

En ese «a solas» hay muchas cosas implícitas. Para no humillar al otro, para que no se sienta inferior, para que no se sienta acosado, para que se pueda defender y sentir acogido, para que no pierda el respeto de los demás y elija él cómo y a quién quiere mostrarlo. Cuidar su fama, su imagen, como si fuese la nuestra. Si esa persona cambia, no decir que fue gracias a nosotros. Aprender a respetar su proceso, el momento en el que está, su tiempo para cambiar, confiar en que puede cambiar si se esfuerza. Si yo creo en él, él podrá creer que es posible comenzar de nuevo. Pedirle a Dios que nos ayude a mirarlo como Él lo mira, con infinito cariño, con respeto, sin rechazarlo, poniéndonos en su lugar, sin dejar de ver lo bueno que tiene.

Además es importante ser capaces de decir lo bueno con frecuencia. A veces tendemos a destacar más lo malo que lo bueno. Al mismo tiempo, según la situación, podemos también mostrar nuestra limitación, bajándonos de nuestra torre de perfección. El amor humilde y sincero enaltece y purifica. Saca lo más verdadero de nuestro corazón. Cuando amamos queremos que la persona a la que amamos crezca y sea mejor, sea aquella persona que Dios quiere que llegue a ser.

Somos responsables los unos de los otros. Estamos unidos en lo más profundo. El amor nos une con un vínculo indeleble. Queremos aprender a amar con ese amor del que nos habla Jesús. Un amor sin medida, exagerado, loco. Un amor así es un amor que forma, que educa. Nuestra vida está entrañablemente unida a la de aquellos que Dios nos ha confiado. Queremos amarlos con todo el corazón.

Pero, en ocasiones, en aras de un falso respeto, callamos y no hacemos nada. El amor exige y ayuda al amado a crecer, a saltar obstáculos. Lo que decimos puede ser una gran ayuda. A veces dejamos pasar las ocasiones para ayudar a los que Dios nos ha confiado. Les hacemos, por miedo o pereza, un flaco favor. Y entonces, por nuestra culpa, no crecen, no avanzan. En ocasiones, puede que lo acertado sea callar y no decir nada, ser pacientes, esperar, pasar muchas cosas por alto. No es bueno decirlo todo, no siempre aporta. No podemos querer siempre corregir a los demás en todo, destacar lo que tienen que cambiar, mostrarles su debilidad. A veces podemos hacerlo porque nos molesta, no pensando en lo que el otro puede mejorar, sino sólo en desahogarnos. Hay que pensarlo y rezar.


[1] J. Kentenich,
Jornada de Octubre 1949

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