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Jesús siente la soledad y el dolor del hombre, y no le deja solo

soledad

© Bert Kaufmann

Carlos Padilla Esteban - publicado el 07/08/14

La multiplicación de los panes y los peces nos habla de la misericordia entrañable de Dios

Jesús percibía la soledad del hombre y su dolor: «Vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos». Se da cuenta del vacío del corazón. A nosotros nos cuesta ver qué necesita el que está a nuestro lado. Muchos han seguido a Jesús, lo han buscado porque tenían hambre. Porque necesitaban ser sanados, porque estaban desconsolados. Tenían hambre de eternidad. Querían pan, querían salud, buscaban consuelo.

Jesús cambia su plan por ellos. Deja de rezar y sana a los enfermos, les habla de su Padre. ¡Qué profundamente humano es! Jesús deja su rato de paz, su espacio, su momento, porque los demás lo necesitan. No se cierra egoístamente en su necesidad. Siente lástima de ellos. Se olvida de su dolor al ver el dolor de los hombres.

Ellos no se han dado cuenta del suyo. No han comprendido la pérdida de su primo y lo que significaba para Él. No piensan en lo que Él siente. ¡Cuántas veces nosotros miramos nuestra necesidad y no somos capaces de mirar al otro, lo que le sucede, lo que mueve su corazón! Sí, somos egoístas. Exigimos sin ser capaces de ponernos en el lugar del otro. Jesús sí lo hace. Su compasión, su misericordia, su comprensión, nos hablan de un Dios que se abaja cada día y toca mi corazón doliéndole lo mío, alegrándose con lo mío.

Es una lección para mi vida. Cuando pongo límites, cuando pongo barreras, cuando me cierro en lo que me agobia, el único camino es salir de mí mismo. ¡Qué bien nos hace volcarnos con el que sufre para que nuestro dolor deje de ser importante! El otro día leía: «Pensar en el otro cuando se está sufriendo no puede calificarse más que de heroico»[1].

Es verdad. Cuando nos detenemos ante el que sufre, desde nuestro propio dolor, damos un salto audaz, valiente, un salto de santidad. Así es el amor de Jesús, un amor sin medida. Nuestro amor lo calcula todo. ¡Ojalá Jesús modele mi corazón a imagen del suyo! ¡Ojalá logre que mis sentimientos sean los suyos! Que su amor me abra a la necesidad del otro y lo mire con inmensa compasión, con ternura, cargando sus dolencias.

Así fue Jesús hasta la cruz. Consoló a todos desde el mismo camino al Calvario. No se cerró en su carne como nosotros hacemos. Se donó, se partió y su vida fue fuente de amor para muchos.

La multiplicación de los panes y los peces es una llamada a la esperanza:«Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños».Mateo 14, 13-21.

Dios se conmueve, se acerca, toca, toma lo nuestro, nos pide nuestros panes y peces, lo poco que tenemos, los bendice, los parte y los entrega. ¿Por qué hizo el milagro Jesús? Nadie lo había pedido. Además eran muchos. Al día siguiente el hambre iba a seguir exactamente igual. No les solucionó la vida. ¿Lo hizo para demostrar su poder? ¿Para demostrar que era Dios y lo podía todo? ¿Para que creyesen?

Es un milagro un poco ineficaz. Dar de comer, cuando el hambre de pan es algo pasajero, tiene poco sentido. La curación de una enfermedad salva la vida a una persona o se la cambia. Pero, ¿multiplicar el pan? ¿No sería mejor pedir que nunca más tuviesen hambre? ¿O multiplicar el pan todos los días de su vida? ¿Acaso no era Dios? ¿No le pedimos esas cosas mágicas a Dios todos los días?

Jesús no buscaba la eficacia, ni tampoco mostrar su poder. Jesús lo hizo por compasión. Porque sintió lástima al verlos. Porque no pudo dejarles ir con hambre a sus casas. Así de sencillo y así de grande. Se conmovió sin que nadie le pidiese nada. No pretendía quitarles el hambre para siempre. No quería que le siguieran porque había saciado su necesidad.

¡Qué bonito dar por misericordia, sin un plan de eficacia bien trazado, sin esperar nada! Dar más de lo que nos piden. Eso hace grande al ser humano. Eso es algo que ensancha el corazón y llena de alegría al que da y al que recibe. Y el resultado es que sobra. El milagro lo hicieron todos juntos. Fue necesario buscar a Jesús. Ponerse en camino y arriesgarse a no comer ese día. Fue necesario dar lo poco que tenían y confiar en Él, en su misericordia. Se arriesgaban a quedarse sin nada. Las cuentas no salían, eran muchos.

Jesús sabía todo eso y lo valoraba con cariño. Se alegra con los pocos panes y peces. Hoy escuchamos en el salmo: «Abres Tú la mano, Señor, y nos sacias de favores. El Señor es clemente y misericordioso».Sal 144, 8-9. Su acción supera nuestra entrega. Damos poco, recibimos mucho a cambio. Nos entregamos con generosidad y Él hace fecunda la entrega.


[1] Pablo D´Ors,
Sendino se muere, 41

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