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¿Cómo creer en Dios cuando se me ha muerto un ser querido?

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© SHUTTERSTOCK

Carlos Padilla Esteban - publicado el 05/08/14

Hay momentos muy duros que hacen tambalear la fe

El dolor y la tristeza por la pérdida de aquello que amamos pueden turbarnos. En esos momentos podemos alejarnos de Dios, rebelarnos contra su voluntad, huir de sus brazos.

Hoy Jesús nos muestra su dolor. Está turbado, con una profunda tristeza en el alma. Su primo, Juan el Bautista, ha sido injustamente decapitado. ¡Qué tristeza tan honda habría en su corazón! Jesús se retira buscando la soledad, buscando a Dios: «En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan, el Bautista, se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo y apartado».

Juan ha muerto. Lo quiere y lo admira y ahora ya no está. No ha podido salvarlo como luego haría con Lázaro. Ahora necesita estar solo, mirar hacia dentro de sí mismo. Jesús se retira a orar. Quiere paz. Desea estar tranquilo.

El dolor profundo nos hace buscar el silencio y la tranquilidad. Esos lugares en los que el corazón descansa en la roca firme que es Dios. Jesús busca la soledad. Jesús, hombre y Dios, necesita descansar en su Padre. Necesita volverse sobre sí mismo y profundizar en todo lo que está pasando.

¡Qué poca interioridad tiene el hombre de hoy! Vivimos hacia fuera, volcados sobre el mundo, sin tiempo para meditar la vida. Jesús sube a una barca y busca un lugar solitario. Necesita apartarse de la orilla, hablar con su Padre en intimidad, llorar, contarle, descansar en Él, poner la cabeza en su pecho, darse tiempo para perdonar y para sufrir.

Ya no está el amigo más fiel, el que dio su vida por abrirle camino, el que generosamente animó a sus discípulos a abandonarlo y seguirle a Él, el que no pudo ser discípulo suyo. Jesús siente que sin Juan está más solo. Se aleja en la barca, para estar un rato en soledad, quizás fondearía en un sitio apartado o navegaría hacia lo más profundo. En ese lago que para él era familiar.

Me gusta ver a Jesús en silencio, solo, meditando, buscando. Me gusta imaginarme sus diálogos profundos con su Padre. ¿Qué sucedería en esa oración? ¿Cómo rezaría Jesús? Le hablaría al Padre de su impotencia, de su dolor, daría gracias por la vida de Juan, lloraría porque lo amaba y duele seguir caminando sin que él esté. Busca a su Padre en cuanto se entera de lo que ha pasado. Se quedaría callado, en silencio, escuchando. Pediría por la paz en un mundo violento.

Esta actitud de Jesús es una invitación para este mes de agosto. Jesús se retira a orar, busca la soledad. Ojalá en estos días de verano podamos encontrar momentos de descanso, de paz, de oración. Es necesario mirar el curso terminado y buscar las huellas de Dios en nuestra vida. Dios nos cuida en el camino. Dios sale a nuestro encuentro. Queremos agradecerle su cariño y cercanía. Queremos colocar en sus manos nuestros dolores y frustraciones. Queremos dejar que sea Él el que nos sostenga.

Es bueno alejarnos de la orilla del curso, para tener momentos en que nuestra alma descanse en Dios, en que podamos estar a ratos en silencio, a ratos contándole lo que nos pesa y nos alegra, nuestras pérdidas y nuestros sueños. Ojala encontremos, como Jesús, un lugar donde estemos en paz de forma especial. Quizás caminando, o ante una imagen, o en el mar, o en la montaña.

En nuestra vida nos faltan lugares solitarios. Las demandas de nuestra familia, del trabajo, de los compromisos. No tenemos espacios para la soledad. Jesús sintió pena. No hay nada que yo pueda sentir que Él no comprenda porque lo vivió.

Una persona escribía en un momento de dolor y turbación: «En toda esta tristeza y mucha confusión sé con certeza que Dios me acompaña. Jesús sale a correr conmigo, María me abraza cada noche y me ayuda a dormir, el Espíritu Santo me regala claridad para seguir viendo que me quiere, que muchos me quieren y que yo también soy importante para otros. Sigo viendo que soy preciosa ante Él, con todo. Con mi búsqueda, con mi dolor intenso y con mi amor para los demás. Quiero mirar más allá de mi dolor. Mirar a otros sin ningún interés de saciar nada mío. Y a la vez recibir mucho amor inesperado y ver cómo otros ven y tocan mi dolor. Sé que me quieren así y eso es muy bueno. Me siento muy pequeña».

A veces experimentamos la soledad y el dolor. Vemos que nuestra sed es infinita y nada la calma. No encontramos el descanso que el corazón desea. Son momentos de turbación en los que quisiéramos tocar el cielo con las manos y caemos torpemente. Quisiéramos vivir sólo en Dios y descansar a su lado.

Dios nos espera, desea que depositemos en sus manos lo que nos inquieta. El Santuario, allí donde renovamos cada día nuestra alianza con María, es nuestro lugar de descanso. Allí volvemos cada vez que estamos turbados. Allí dejamos el dolor del alma, nuestros miedos y dudas. 

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