Saber nuestra debilidad, reconocerla, alegrarme por ser débil, es el camino
La debilidad acompañó a san Pablo todo su camino. Tres veces pidió Pablo verse liberado de su aguijón. Nunca sabremos bien a qué se refería. Poco importa. En su debilidad Dios le recordó lo central: «Mi gracia te basta».
Y así lo experimentó en su vida: «El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles». 2 Timoteo 4, 6-8. 17-18.
Dios sostuvo siempre sus pasos. No le quitó la herida, la traba, su pasado, aquellos temas no resueltos en su historia. No le privó de sus límites. No lo liberó de sus ataduras.
Tampoco hizo que fuera más capaz, más puro, más fuerte. Simplemente le pidió que aceptara lo importante, que Dios le bastaba para seguir caminando. Le hizo ver que si él era débil, Dios podría ser fuerte. Que si se mostraba necesitado, Dios podía ser con él misericordioso.
Dios no le quitó los sueños, los hizo más fuertes. Y así le hizo capaz de anhelar las cumbres más altas. Eso fue lo que hizo Dios con él, le enseñó a luchar por alcanzar la meta: «He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe».
Así es el camino de los santos. Experimentan la presencia de Dios en sus vidas y se dejan hacer por Él. Conocen a la perfección los límites y no se desaniman cuando caen. Se levantan y siguen luchando. Ven la meta cada vez más lejos y no desisten.
Por eso sus vidas, contadas sin omitir sus limitaciones, nos enseñan a vivir. En su fuego deseamos encender nuestro fuego. Saber nuestra debilidad, reconocerla, alegrarme por ser débil, es el camino. ¡Qué difícil!
Tantas veces me empeño en ocultar lo que me hace débil. A veces incluso intento ocultárselo a Dios. Como si Él me quisiera fuerte.
Pablo se salvó sabiéndose débil. Comprobó que en su carne resplandecía una luz que venía de Dios. Así debe ser siempre. Por eso decimos como María: «He aquí la esclava del Señor». Siendo esclavos, Él es fuerte. Él vence cuando caemos.