La plenitud nos la da Dios cada mañana cuando nos abrazamos confiados a su camino
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Siempre de nuevo me queda claro que Jesús cuenta con nosotros. Nos necesita. Somos parte de su plan de salvación. Pero a nosotros nos falta fe. Nos cuesta creer en todo lo que podemos aportar.
Tal vez tenemos todavía una fe infantil, una fe de niños. Una fe pobre que se desconcierta ante los imprevistos y sufre con las contrariedades. Una fe que no ve a Dios en la vida de cada día. Una fe no enamorada, una fe fría, que se ha quedado en la cabeza y no ha tocado el corazón.
Una fe que no sabe descifrar los signos, las señales que nos manda Dios para mostrarnos el camino, para hacernos ver su mano, su amor, su cercanía. Una fe que se turba sin esperanza en los momentos de cruz y no encuentra serenidad para dar el siguiente paso.
Una fe que no nos permite creer en todo lo que podemos dar, en la fuerza escondida en el alma que nos hace aspirar a las alturas. Una fe que sólo nos ayuda a creer cuando todo va bien y las cosas son seguras. Pero una fe escasa para la vida, porque la vida es algo más complicada.
El otro día leía un testimonio que nos dejó Soledad Pérez de Ayala durante su enfermedad antes de morir:
«El Señor quería seguir contando conmigo. Sus planes siguieron adelante. Me pregunté: ¿Qué vida es mejor, la que yo había pensado o la que me imponía la enfermedad? La respuesta es que una no es mejor que la otra, pues la bondad no está en lo que se haga, sino en cómo se haga, y, sobre todo, de quién vayas acompañado.
He contado de una forma sorprendente con la presencia de Cristo en mi vida diaria. Por eso la enfermedad es dulce, pues le tengo a Él, le he descubierto a Él en mí. Desde que estoy enferma me ha entrado un ansia irresistible de vivir, de transmitir la alegría que me da sentirme amada por el mismo Dios. Ahora vivo de otra manera, pues tengo al Maestro más cerca. Le pido al Señor que me enseñe a vivir el día, pues no sé si cuento con el mañana».
Son palabras que nos animan a vivir. Ninguno de nosotros contamos con el mañana. Sólo tenemos el presente para dar el siguiente paso y confiar.
Soledad vivía la enfermedad mirando al cielo. Se acostumbró a vivir anclada en el Señor. Sabía que Jesús la necesitaba. Vivía recostada en su pecho, sostenida por su mirada, animada por sus manos clavadas.
Sí, tenía una fe arraigada en lo más hondo de su alma. Una fe inquieta que se preguntaba con tranquilidad: ¿Qué vida es mejor? ¡Cuántas veces vivimos inquietos luchando por encontrar la vida mejor, el mejor camino, anhelando nuestra realización como personas!
Y todos los caminos son igual de buenos, todas las vidas. La que no hemos tenido y la que sí estamos viviendo. Aquella a la que hemos renunciado y aquella que hemos aceptado con profunda alegría. Las dos vidas son igual de buenas. Las dos vidas podrían hacernos felices.
Porque la felicidad no está en la comodidad del camino, en la ausencia de nubes, en la facilidad para andar. La vida mejor es la que Dios quiere para mí, la que me va a hacer más pleno. Tal vez nuestros planes eran distintos a los de Dios.
Pero siempre lo importante es la actitud con la que vivimos, cómo entregamos nuestro amor. La plenitud nos la da Dios cada mañana cuando nos abrazamos confiados a su camino. Cuando vamos con Él descansamos seguros, porque Él siempre nos sostiene.
Todo estriba en nuestra forma de vivir y de enfrentar los contratiempos. Todo depende de nuestra capacidad para tomar la vida en nuestras manos con esperanza. De nuestra forma de amar hasta el extremo, porque se trata de eso, así, tan sencillamente, aunque nos parezca imposible.