Yerran quienes critican al nuevo monarca por prescindir en su investidura de toda simbología religiosa
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Después de casi cuarenta años de reinado, Juan Carlos I cede el testigo a Felipe VI. Ante un momento especialmente significativo, conviene hacer hincapié en los discursos más constructivos e integradores, aquellos que tienen en cuenta la pluralidad de sensibilidades que marcan nuestra convivencia.
No perdamos la perspectiva. El régimen vigente es el que nos ha traído a los españoles más paz, libertad y estabilidad en toda nuestra historia moderna. Conscientes de ello, aunque sin dejar de ser muy críticos con las actitudes y hechos que han socavado la credibilidad en nuestras instituciones –aspecto ciertamente grave en un tiempo de crisis como el que atravesamos–, hay que insistir en que es saludable que quienes defienden un cambio en la concepción del Estado lo reivindiquen por todos los medios que deseen, siempre y cuando sean pacíficos.
Es esta la hora de la normalidad. La ciudadanía española, como viene demostrando desde hace mucho tiempo, está llamada a dar una vez más testimonio de de su capacidad de convivencia. Todos, empezando por nuestros políticos, tenemos que tener altura de miras. También, evidentemente, los católicos. Una tarea que empieza enfocando el contexto con perspectiva histórica y apelando siempre a la legalidad y a la lógica vigentes.
Yerra la minoría que, desde la fe católica, critica a Felipe VI por prescindir en su investidura como monarca de toda simbología religiosa. No olvidemos que esta ceremonia tuvo lugar en las Cortes, la sede de la soberanía nacional. Allí, más que en ningún otro espacio, la Carta Magna, la Constitución que todos nos dimos en 1978, ha de ser respetada con el máximo escrúpulo.
No vivimos en la España que don Juan Carlos heredó de Franco, donde la confesionalidad católica regía con todo su vigor y el rey era investido con los poderes supremos de una dictadura.
Ahora los soberanos son todos los españoles. Porque, más allá de la fórmula empleada para definir el Estado, la esencia es que somos ciudadanos y no súbditos. Por eso, en nuestra democracia, todos tenemos el mismo derecho a sentirnos representados por nuestro jefe de Estado. Por eso, en nuestro modelo aconfesional, el rey está obligado a cuidar con mimo cualquier detalle que pueda ofender a alguien. Porque, como analizamos en nuestro A fondo, Felipe VI solo es “Su Majestad Católica” desde un punto de vista histórico y simbólico, pero no real. En absoluto.
¿Quiere decir esto que el nuevo rey, bautizado en la fe católica, casado por la Iglesia y máximo representante en una nación vertebrada históricamente por el catolicismo, no haya de tener esto en cuenta? Sería lo mismo que pedir que ignorara el espíritu del texto constitucional, donde se afirma con nitidez que nuestro Estado es aconfesional, a la vez que se pide tener en cuenta “las creencias religiosas de la sociedad”. Es decir, mantener “las consiguientes relaciones de cooperación” con todas las confesiones, entre las que se cita, significativamente, a la Iglesia católica.
Felipe VI está preparado para ser el rey de todos los españoles. Eso implica conocer el país en el que vive, donde hay creyentes de todo signo y también personas sin fe. Desde la normalidad, que reine el respeto.