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Tienes una gran misión… y un enorme aliado

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 05/06/14
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Nos sentimos pequeños, limitados, torpes, vemos que las dificultades son muchas, pero creemos en la grandeza que Dios logrará a través de nuestro amor
El mundo de hoy es desafiante. Es cierto que cada vez más ser cristiano es un desafío. Es una opción fundamental. El mundo no conoce a Cristo, no conoce su mensaje. El Espíritu estará con nosotros y nos llevará. No hay que temer.
 
El mundo es muy grande. Hay muchos corazones que no conocen al Señor. Queremos llevar a Cristo allí donde no es conocido, donde es rechazado, donde es odiado.
 
La misión es inmensa como nos lo recuerda el Padre José Kentenich: «Pequeñez de los instrumentos, grandeza de las dificultades y grandeza de los éxitos»[2]. Nos sentimos pequeños, limitados, torpes. Vemos que las dificultades son muchas. Y creemos en la grandeza de los éxitos que Dios logrará a través de nuestro amor.
 
Sabemos que la misión nos supera. Pero no nos preocupa tener éxito. Sabemos que la Iglesia no se ha levantado con el éxito de algunos, sino con la entrega oculta y silenciosa de muchos. El misterio de la semilla que muere bajo tierra.
 
Además, a veces, como decía una persona, «cuando tenemos éxito, tal vez es que Dios se acomoda a nuestra debilidad». Nuestra entrega no es en función del éxito de nuestra misión. Eso está en manos de Dios. Y su fuerza se mostrará siempre en nuestra debilidad.
 
Lo importante es que nosotros caminaremos desde nuestra pequeñez. Construiremos con lo que Dios ha puesto en nuestra alma.
 
Hoy, confiamos en que Jesús nos mandará su Espíritu, que se queda para siempre en nuestro día, en nuestra historia. Nos hará capaces de cumplir nuestra misión, nos dará luz en las encrucijadas, nos hablará al oído diciéndonos que nos ama. Vendrá a nuestro corazón, a ese lugar sagrado donde yo soy yo.
 
Hasta Pentecostés son unos días de agradecimiento, de alegría por la resurrección, de nostalgia porque no lo tocamos ya, de anhelo, de espera del amor para siempre, de estar con María.
 
En Ella, estos días, más que nunca, está Dios en la tierra. Le pedimos que nos enseñe a rezar, a implorar el Espíritu. Ella siempre nos reúne, nos enseña a confiar. A esperar. A creer que Jesús está con nosotros, todos los días.
 
Días encerrados en el Cenáculo esperando la llegada del Espíritu Santo con María. Los apóstoles están con María escondidos, orando. Ella sostiene sus pasos.
 
Como diría Francis Cabrel en una canción escrita pensando en María: «Conoce bien cada guerra, cada herida, cada sed, conoce bien cada guerra, de la vida y del amor también. Me dibuja un paisaje y me lo hace vivir, en un bosque de lápiz se apodera de mí, la quiero a morir y me atrapa en un lazo que no aprieta jamás, como un nido de seda que no puedo soltar, no quiero soltar, la quiero a morir. Cuando trepo a sus ojos me enfrento al mar, dos espejos de agua encerrada en cristal, la quiero a morir. Solo puedo sentarme, solo puedo charlar, solo puedo enredarme, solo puedo aceptar ser solo suyo, la quiero a morir».
 
María sostiene el ánimo de los apóstoles. Están perdidos y sin rumbo y María, que conoce sus guerras, sus heridas y sus miedos, los abraza consolando su pena. Así hace con nosotros.
 
¡Qué bonita esa canción que expresa el deseo de no separarnos de María! Así es en la vida cuando nos encontramos con Ella. No queremos perderla, no queremos que nos deje.
 
María acompaña a los apóstoles en aquel frío Cenáculo. Cuando vamos a Tierra Santa y entramos en el Cenáculo, nos quedamos helados. Allí ocurrió todo, pero ahora es una sala vacía. No se puede celebrar ningún acto litúrgico.
 
Por eso me impresionó ver la foto de la misa del Papa Francisco en ese lugar. Ver todo dispuesto para el culto impresiona. Cambia todo. Se llena de luz y de vida. Nos recuerda ese lugar en el que se celebró la última cena. Nos hace pensar en esa oración de los apóstoles con María esperando el Espíritu. Con miedo, con esperanza.
 
Estos días son un tiempo de espera y de anhelo. Deseamos que venga el Espíritu Santo sobre nosotros. Nos atamos a María. Nos dejamos tocar por su corazón. Ella nos alienta en la vida.
 
Tantas veces deseamos fortaleza, paz, alegría, esperanza. Tantas cosas en nuestro corazón no nos dejan caminar con libertad. Le pedimos a María que rece con nosotros, que nos sostenga y nos cuide.

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