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​Ser paciente o estomagante, esa es la cuestión… al acompañar

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 07/05/14
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La persona que vive descentrada ha puesto su felicidad en hacer felices a los otros y vive mirando dónde Dios quiere su presencia

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Jesús, caminando a nuestro lado, calla, aguarda, espera. Escucha con paciencia. ¡Cuánta paciencia! Somos tan torpes para entender… Pero Jesús nos acoge.
 
Muchas veces en la vida no escuchamos a los demás. Tenemos ya la respuesta a preguntas no formuladas, creemos saber el camino para los demás, incluso antes de escuchar sus miedos.
 
No nos ponemos a la altura de las personas, hablamos desde nuestra experiencia. No nos detenemos al ritmo de sus pasos. Creemos saberlo todo muchas veces y no nos dejamos complementar.
 
Pretendemos tener la solución para todos los problemas y la compartimos. Nos gusta controlar la vida de las personas a las que amamos, nos pasa con nuestro cónyuge, con nuestros padres o con nuestros hijos. Queremos que no sufran, que no se equivoquen.
 
Comentaba el Padre José Kentenich: «Si les ahorráis luchas a los que os fueron confiados solucionándoles rápidamente los problemas, la consecuencia será la siguiente: toda persona sincera le agradecerá de rodillas a Dios cuando estiréis la pata. Hemos de estar al tanto de todo pero no intervenir. Hacernos prescindibles en todo momento, al menos en nuestra actitud. En cuanto advierta que alguien está en condiciones de caminar solo me retiraré. Si no queréis ser nunca imprescindibles, entonces tenéis que haceros siempre prescindibles»[3].
 
Y a nosotros nos gustan que sigan nuestras directrices. Rezamos para que tomen la decisión que nosotros pensamos que es la correcta.
 
Jesús no es así. Él se pone en el lugar de sus hijos y espera.Acoge sus miedos y desvelos sin juzgarlos. Los toma como algo propio sin querer imponer su camino. Impresiona su actitud paciente. Los espera, los cuida, camina a su lado, respeta.
 
¿Quién es el centro?
 
En la vida vivimos tantas veces centrados en nosotros mismos. Organizamos nuestra vida pensando en lo que nos conviene, en nuestros intereses y deseos.
 
Jesús es diferente. Siempre se descentra y pone el centro en el hombre, en los suyos. Jesús se centra en lo que nos preocupa a nosotros, en nuestros miedos e inseguridades.
 
El vivir centrados nos hace más egoístas, más autorreferentes. Acabamos pensando que el mundo debería girar a nuestro alrededor. Pero no suele ser así.
 
Vivir centrados es limitante y, a la larga, frustrante. Porque la única mirada sobre la vida es la nuestra, el único juicio importante, la única manera de juzgar la realidad.
 
Al vivir centrados no nos preguntamos nada más, no nos interesan las otras vidas, no preguntamos a nadie cómo se siente, qué le preocupa. En realidad, no nos interesa cuando vivimos así.
 
En la vida a veces vamos así por el mundo. Vamos contando nuestros problemas, nuestras preocupaciones, como si todos estuvieran viviendo nuestra vida, como si fuera la única importante.
 
Vivimos centrados en nuestro ombligo. Nada de los demás nos inquieta, ni nos preocupa. Ojalá aprendiéramos a descentrarnos.
 
Ojalá pudiéramos repetir estas palabras cada noche en nuestro corazón: «Gracias porque pones en mi camino a personas que necesitan de mí y me haces sentir como el buen samaritano cuando les ayudo, y cuando me doy, aumentas mi felicidad y mi fe, porque en ti confío.
 
Gracias porque otras muchas veces me acercas a personas especiales y me haces ver su bondad y ellas hacen que me cambie el corazón.
 
Gracias por enseñarme poco a poco a ver a las personas con otros ojos, con otra mirada, con cariño, no con ojos críticos, sin envidias, y me pongo contenta por la alegría de los demás».
 
Esa actitud es la de aquel hombre que vive descentrado, que ha puesto su felicidad en hacer felices a los otros, que vive mirando dónde Dios quiere su presencia

, que sabe que su vida consiste en servir y darlo todo por amor.
 
Vivir descentrados es la actitud propia del cristiano, del discípulo, del hijo de Dios, del hijo de María. Porque María vivió así su vida, descentrada. Ella acogió en su seno a Jesús y su vida tuvo su centro en Él.
 
Y al estar centrada en Cristo pasó a estar centrada en sus hijos, en todos los que caminaban a su lado.
 
María llora nuestra ausencia cuando nos alejamos. María, la esclava del Señor, es el camino, es la forma como quisiéramos vivir cada día.
 
Ella nos enseña a vivir, a volcar nuestro amor en los que nos rodean, a mirar con misericordia a quienes Dios nos confía.
 
Cristo, igual que María, siempre vivió descentrado, amando a los hombres. Se pone a la altura del caminante, en medio de su vida, en sus preocupaciones y escucha, llama, aguarda. Y pregunta: ¿De qué vienes conversando? ¿Qué te preocupa? ¿Qué temes?
 
Nosotros hoy, como cada día, escuchamos su pregunta. Y le contamos. Abrimos el alma. Nos dejamos acompañar.
 
Jesús nos enseña a vivir pensando en los demás y nos enseña a vivir contándole a Él lo que nos inquieta. Miramos a Jesús, miramos a María. Miramos el corazón y le entregamos a Dios nuestros miedos y preocupaciones, nuestras tristezas y desilusiones.
 
Lo hacemos felices de dejar lo que nos pesa en el corazón. Y aprendemos a hacer lo mismo con aquellos que Dios nos confía.

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