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El buen Dios suele tenernos sorpresas inesperadas en el camino.
Nos acompaña siempre y nos cuida.
Mi mamá lo experimentó hace dos días.
Estaba en un supermercado y se sintió un poco indispuesta.
Salió para buscar un taxi que la llevara a su casa y encontró una fila enorme de personas que también esperaban uno. Entonces…
Le dije a Dios:
— Mándame un taxi que sea tuyo.
En eso un taxi que estaba al fondo pasó recto, junto a la multitud y se detuvo frente a mí.
— ¿A dónde va? — me preguntó el taxista, bajando la ventana.
— A la barriada El Carmen.
— Venga suba. Yo la llevo.
— Señor — le dije — usted es muy afortunado, porque es un hombre de Dios. Su taxi le pertenece a Dios. Acabo de pedirle a Dios que me mandara un taxi de los suyos. Y, de repente, llegó usted.
El taxista me miró impresionado.
— Señora — me comentó —, no sé por qué, sentí el impulso de avanzar. No recogí a ninguno de los que estaban antes. Vine directo donde usted.
Entonces sonrió.
— Mire lo que dice en la puerta, dijo emocionado.
Al lado mío, en la puerta, había un letrero grande que decía:
“Este Taxi es de Dios”.