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Entrar al amor a través de la herida

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 29/04/14
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En la hendidura de Cristo contemplarás siempre la Gloria del Señor: sólo podrás vivir en Él y desde Él, sólo podrás acompañar al hombre en la medida en que estés junto a Él
Siempre me ha llamado la atención que Jesús muestra sus heridas para ser reconocido. No hace un milagro. Se muestra humano. Se muestra como el crucificado.
 
La herida de Jesús y la herida de Tomás se encuentran. Tomás toca dubitativo la herida de Jesús: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado».
 
Como bien expresa el famoso cuadro de Caravaggio, Jesús cogería la mano de Tomás y la acercaría hasta su herida: «Trae tu mano». Porque Tomás tendría miedo, un infinito respeto. Se acordaría de su falta de fe. Había dudado. No había creído en sus hermanos. No había creído en el amor de Dios.
 
Ahora tenía que tocar esa herida sagrada. No lo hacía voluntariamente, sentiría la mano de Jesús sobre la suya acercándola a su cuerpo. ¡Qué misterio! Su mano débil y pecadora tocando su cuerpo sagrado. Esa herida santa, abierta, resucitada. Esa herida que es la fuente de la vida. Un don. Pudo meterse en un momento en su corazón herido.
 
Recuerdo las palabras que Don César Franco pronunció el día de mi ordenación: «En el corazón de Cristo, abierto, no vas a ver ahora la gloria de Dios, pero vas a escuchar el latido de Dios, la fuerza de Dios, el amor infinito de Dios. Si le prometes a Dios, todos los días de tu vida, que aunque seas débil, pecador, hombre, sometido a tentación y prueba, te metes ahí, en el corazón de Cristo, en la hendidura de Cristo, contemplarás siempre la Gloria del Señor, aunque sólo puedas ver su espalda. Sólo podrás vivir en Él y desde Él. Y sólo podrás acompañar al hombre en la medida en que estés junto a Él».
 
Tomás pudo meterse en la herida de Jesús. Adentrarse en su corazón partido. Hundirse en la hendidura de la roca desde la cual podría escuchar a Dios. Tomás, recibió mucho más de lo que esperaba. El amor se desbordó en su herida, su misericordia.
 
Tomás, sobrepasado por la gratuidad de Dios, lloraría en lo más hondo de su alma. Había dudado, había desconfiado de Dios y de sus hermanos y, como premio, recibía el don de tocar lo más sagrado, la herida abierta de Jesús. Podía descansar dentro de Él por un momento.
 
¡Cuántas veces a lo largo de su vida volvería a ese momento de gratuidad! ¡Cuántas veces volvería a sentir en su corazón al recordarlo ese amor inmenso que Dios le tenía!
 
Sí, Jesús amaba profundamente a Tomás. Y por eso le permitió colarse en lo más hondo de su cuerpo, en el costado abierto del que brotaba la vida, en esa herida de Cristo llena de sufrimiento y dolor. En esa herida resucitada.

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