El Papa al que los sencillos escuchaban con los ojos humedecidosJuan XIII y Juan Pablo II: por fin en los altares. Dos personalidades distintas, dos hombres excepcionales que cambiaron la Iglesia y el mundo, dos faros cuya luz rompe las barreras del tiempo y del espacio.
La providencia divina de vez en cuando manda a este mundo ángeles y profetas. Los primeros parecen bendecidos por una bondad natural absolutamente sorprendente, y aunque no lleven alas, son verdaderos mensajeros de Dios que le devuelven al mundo la fe en el hombre, y lo hacen renacer. Los segundos son valientes personalidades hechas a base de golpes, y en ellos parece que el mensaje que se nos manda es que en medio del sufrimiento y de la dificultad el hombre puede volver su mirada a Dios hasta el punto de cambiar el mundo. Así fueron María y Pedro, Juan Evangelista y Juan Bautista, Francisco de Asís e Ignacio de Loyola, Juan XXIII y Juan Pablo II. Un ángel el primero, un profeta el segundo, dos caricias de Dios para el siglo XX.
Decía el escritor Jesús Iribarren que si Pío XII era un hombre moderno, Juan XIII fue un hombre: “A Pío XII le miraban los cultos con los ojos abiertos; a Juan XXIII le escuchaban los sencillos con los ojos húmedos”. Juan XXIII pasó a la historia, ya en vida, como el “Papa bueno”.
San Juan XXIII y el Rosario (Galería)
Apenas tres meses después de su elección, en 1959, anunció la convocatoria de un Concilio ecuménico pastoral y la reforma del Derecho Canónico. Caben destacar tres de sus ocho encíclicas: Mater et magistra, sobre los problemas sociales, Paenitentiam agere, sobre la preparación al Concilio, y Pacem in Terris, sobre la paz.
Más allá de habernos liberado de una posible III Guerra Mundial convirtiéndose en el verdadero freno de la crisis de los misiles, o de habernos regalado la doctrina más sublime sobre la paz entre los hombres y los pueblos, Juan XXIII fue un “niño evangélico” que no hizo caso de los consejos llenos de prudentes cálculos humanos de tantos, y convocó el Concilio Vaticano II porque en la Iglesia hacía falta, como él mismo confesó, “abrir las ventanas para que entrará aire fresco”. Hizo falta alguien como él que veía en los ojos de cualquier ser humano a Dios antes que en las enseñanzas y las celebraciones de la Iglesia, para que la Iglesia, tras él, diera el gran salto de reconocer que, precisamente en Cristo y por Cristo, el hombre es su norte, a quien servir hasta desvanecerse. Así fue Juan XXIII.