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Si en la Iglesia hay pecadores, ¿cómo puede ser santa?

MODLITWA NA PRZYSTANKU JEZUS

Kamil Szumotalski/ALETEIA

Juan Ávila Estrada - publicado el 17/04/14

La supervivencia en el tiempo es sólo obra de Dios, si la católica fuera una Iglesia hecha con el poder del hombre hubiera sucumbido hace tiempo

La historia, bien contada, con la objetividad de quien sabe investigarla y de quien la sabe exponer, no miente; pero tampoco miente la Sagrada Escritura.

Años de sangre, sudor, lágrimas y evangelización han sellado las páginas que ha escrito la Iglesia, transida por el Espíritu de Dios, que nunca la ha abandonado a su suerte.

Muerte y dolor, testimonio y persecución, caridad y odio hacia ella la han acompañado desde aquel día en que el Espíritu de Dios descendió en Pentecostés para darle forma a algo que había estado fraguando poco a poco y que de modo extraordinario quiso perpetuar en el tiempo hasta su regreso por medio del sacerdocio ministerial.

En la incesante y honesta búsqueda de la verdad, de su misión, ha tenido momentos de desaciertos.

Atosigada por la persecución inicial se vio forzada a plegarse a la protección del poder político intentando sobrevivir y lograr llevar el evangelio a todas las naciones.

Al estar compuesta  por hombres, pecadores como todos los de la tierra, pero también por grandes santos que han dado su vida por ella, ha resistido a los embates del tiempo, del la persecución y del escándalo.

La historia lo cuenta, ha habido equivocaciones, y hay lunares enormes que destacan sobre la belleza de su blancura, que opacan aquellas vestiduras blancas que lucen los elegidos y marcados por la sangre del Cordero.

Pero al mirar su presente no podemos negar que las promesas hechas por Jesús en la Sagrada Escritura se han cumplido: “Y he aquí que yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin de los tiempos” (Mt. 28,20) y “el poder del infierno no prevalecerá sobre ella” (Mt. 16,18).

Eso nos asegura su estancia, su perpetuidad hasta que sea innecesaria la necedad de la predicación y de la santificación de las gentes por medio de los sacramentos, hasta que la sal sobre la tierra deje de ser necesaria porque todo esté preservado del mal y haya llegado definitivamente el Reinado del Salvador.

Los católicos nos miramos con vergüenza por todo lo que ha hecho daño a causa de algunos de su miembros, pero también nos vemos esperanzadoramente porque sabemos en quién hemos puesto nuestra confianza y que no nos defraudará.

Porque ha sido fiel a la alianza con su pueblo, esa Alianza nueva y eterna sellada con la Sangre de Jesús en la última Cena y actualizada en el tiempo por manos de sus ministros.

Pero esta Iglesia, amada por Jesús, fundada por él para hacer de todos un solo rebaño bajo un solo pastor es divinamente humana y humanamente divina.

En ella reluce la miseria de quienes la conformamos pero también la gracia de quien la santifica.

Las manos que levantan el pan consagrado en la Eucaristía para repetir: “esto es mi cuerpo…esta es mi sangre” y serlo en verdad para que podamos alimentarnos de nuestro Dios y perseverar en la lucha contra el mal que quiere devorarnos como un “león rugiente y ante quien hay que resistir firmes en la fe” (1 Pe. 5,8-10).

Hoy escribo a todos esos que no sólo son Iglesia porque un día fueron “inscritos” en ella, como muchas veces afirman, sino que se sienten como piedras vivas dentro del Cuerpo viviente de Cristo; a todos aquellos que la aman y junto a ella aman a sus ministros,  hombres pecadores que necesitan tanto de la oración de sus fieles como los fieles las piden de ellos.

Y es que, no lo podemos olvidar, cuando el infierno ha querido prevalecer contra ella, ha atacado ante todo a sus pastores para poder dispersar el rebaño de Dios.

Ha destacado las miserias de las que cada uno está revestido para engañar y pretender con ello desvirtuar lo que Dios puede y sabe hacer a través de quienes él eligió.

Dios ha escogido lo necio del mundo, para avergonzar a los sabios; y Dios ha escogido lo débil del mundo, para avergonzar a lo que es fuerte; y lo vil y despreciado del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para anular lo que es” (1 Co. 1,27).

Perdón entonces, en nombre de todos los ministros de la Iglesia por quienes han mancillado su ministerio, por quienes han escandalizado, por quienes han hecho daño, por la pederastia y la ambición, por el fraude y la ira.

Les necesitamos, pues Satanás conoce perfectamente el don del que se nos ha revestido y no resiste que un hombre, inferior  a él en naturaleza, le pueda someter con su ministerio.

Por eso le ataca, por eso le atizona sus miserias, las hace resplandecer para que nunca queden escondidas y todos se escandalicen de ellas.

Pero no olvidemos a quienes mueren lentamente como una llama encendida en medio de las tinieblas del mundo, a quienes educan para el amor, a quienes santifican por los sacramentos, a quienes han envejecido haciendo el bien y mostrando el rostro amoroso de Dios en el mundo, allí donde ningún poder político se atreve a entrar, donde a las autoridades les da miedo.

A estos valientes y a todos, nuestra oración por el don del sacerdocio.

Que reconozcamos que la supervivencia en el tiempo es sólo obra de Dios, pues si la nuestra fuera una Iglesia hecha con el poder del hombre hubiera sucumbido.

Es el Espíritu Santo quien la anima y allí donde ha surgido un pecador, ha sacado un santo que la saque adelante.

Dios nunca se dejará ganar por el pecado humano, siempre sabrá qué hacer ante las circunstancias adversas, pues ese pueblo, su pueblo, ha sido comprado no con oro ni plata, sino a precio de sangre, de la Sangre del Cordero, sin defecto mancha ni arruga: Jesucristo, el Señor.

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