Estamos llamados a mirar como mira Cristo: con su pureza, con su amor, con su pasión, con su fuego.
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Algo que nos hace grandes es adelantarnos a los deseos de los demás, cuidar aquello que el otro no es capaz de decirnos. Acercarnos sin que nos lo pidan, dar más allá del mínimo, de lo que toca, de lo que nos compete, de lo que nos corresponde, de lo exigible. Saber mirar dentro del otro la soledad y la tristeza que no dice, el sueño que no se atreve a pedir, la oscuridad que tapa, las pequeñas cosas que le hacen feliz. Incluso regalar eso que creemos que le va a alegrar aunque no lo necesite tanto. Así fue Jesús. Así es hoy.
Agranda nuestro corazón el poder hacer cosas desinteresadas, sin que nadie nos las pida, sin que nadie nos las exija. Regalar alegría y luz, como Jesús.
A veces pasamos y no tenemos la mirada amplia más allá de lo que tenemos delante. Jesús no se desentiende de las personas, se detiene. Se preocupa por ellas.
Nosotros creemos porque Jesús ha sabido leer nuestro miedo y nuestro deseo, el anhelo de ser amados y elegidos, nuestra soledad y amargura. Creemos porque hemos sido tocados y no podemos dejar ya de caminar detrás del que tanto nos ama.
Creemos porque su Palabra nos basta y sus manos nos tocan. Creemos porque hemos sido salvados, porque ha cambiado nuestra vida al mirarnos, al regalarnos su mirada y nos ha llenado de vida. Creemos porque Jesús nos ha hecho ver que nuestra vida es muy valiosa, que nuestros sueños pueden ser realidad, que nuestra historia tiene un sentido.
Creemos porque Jesús sale a nuestro encuentro en personas y acontecimientos, porque nos habla desde la cruz, desde nuestra propia vida. Porque nos sostiene cuando no podemos caminar y nos abre los ojos cuando no vemos.
La Madre Teresa escuchó en su corazón la voz del Señor en un momento de su vida: «Ven, ven, llévame a los agujeros de los pobres. Ven, sé mi luz»[1]. Y a partir de ese momento todo cambió y se hizo luz entre los pobres. El fuego del amor de Jesús iluminó su camino. Luego sufrió mucha la oscuridad en su vida, pero permaneció fiel a la llamada de Cristo. Siempre ese primer fuego fue una certeza en su vida.
Una persona rezaba: «Enséñame a mirar como Tú. Por dentro. Enséñame a detenerme, a tocar con dulzura la herida de los demás. Enséñame palabras de consuelo. Enséñame a hacer que la vida de otro cambie por mi mirada, como cambió la mía por la tuya».
Es nuestra vocación, mirar y dar luz, abrir horizontes y encender el fuego en los corazones apagados. Estamos llamados a mirar como mira Cristo. Con su pureza, con su amor, con su pasión, con su fuego. Estamos llamados a devolver la vista a los ciegos, la esperanza a los tristes.
La Iglesia ha de ser ese lugar en el que muchos puedan recuperar la esperanza perdida y logren así volver a soñar. Decía el Papa Francisco: «No se puede pensar en una Iglesia sin alegría y la alegría de la Iglesia es exactamente esto: anunciar el nombre de Jesús. Decir: – Él es el Señor. Mi esposo es el Señor. Es Dios. Él nos salva, Él camina con nosotros. Ésta es la alegría de la Iglesia».
Cuando somos salvados por Dios, somos testigos del amor de Dios, de su alegría y de su esperanza. Él va con nosotros. Ya no tememos y no podemos callar lo que hemos recibido. No podemos dejar de abrir los ojos y el corazón de tantos que viven sin esperanza cuando recuperamos la luz.
Ven, sé mi luz, 66