Podemos acostumbrarnos a vivir a oscuras, sin saber lo que hay en nuestro corazón
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Una de las cosas más dolorosas es no poder ver. La ceguera encierra en una cárcel oscura el corazón. Es muy duro no poder ver. El que es ciego no tiene luz en la mirada, no detiene los ojos en las cosas.
La ceguera es un mal que nos aísla y encierra en nuestro interior. En la oscuridad de la noche, cuando falta la luz, nos sentimos perdidos y desorientados.
En países como Finlandia hay seis meses en el año en los que hay pocas horas de sol. Debe ser muy difícil vivir sin poder ver la luz, sin el sol que nos ilumina.
La oscuridad nos desorienta y nos hace sentirnos perdidos. La luz nos permite ver la belleza de las cosas, nos cambia el ánimo, nos llena de vida. Un día de sol despierta el corazón.
No valoramos lo importante que es vivir en la luz y poder ver. No agradecemos lo sufiente la presencia del sol.
En la oscuridad es fácil que todo parezca ordenado aunque no lo esté. Donde no hay luz poco importan el orden y la belleza de las cosas. Tal vez nada importa demasiado cuando no podemos ver.
Sólo la luz nos libera y nos saca de lo que nos ata, de la noche que nos aísla. La luz le devuelve la vida a todo lo que nos rodea. Si dejamos que el sol entre en nuestra vida, nos encontramos con lo que nos rodea, con el desorden, con el caos, con la belleza.
Descubrimos cosas nuevas, con un nuevo aspecto y nos sorprendemos. En ese momento queremos empezar a ordenar, queremos limpiar el polvo de las cosas y cambiar lo que no está bien.
Es posible cambiar lo que vemos. Pero, cuando no vemos, no podemos poner orden en nuestra vida, no vemos que sea necesario cambiar nada. Cuando vivimos en la luz, comprendemos lo que tenemos que hacer y somos capaces de ver lo que tenemos delante.
A veces nos comportamos como ciegos y vivimos sin luz en el alma. Estamos ciegos cuando no vemos lo esencial y nos detenemos en la apariencia.
A veces no tenemos luz y pretendemos iluminar a otros. Y eso que sabemos que «la oscuridad no puede sacarte de la oscuridad, sólo la luz puede hacerlo».
Es así. Podemos acostumbrarnos a vivir a oscuras, sin saber lo que hay en nuestro corazón.
En nuestro interior soñamos con ser un fuego en medio de la noche que ilumine otras vidas. Pero el pecado, el miedo, el egoísmo, el orgullo, nos acaban apagando y convierten nuestra vida en una tierra de penumbras.
Hay personas que no saben mirar más allá de la superficie. No saben ver la belleza detrás de lo gris, la aventura detrás de la rutina, la oportunidad detrás de una dificultad, el amor detrás de la cruz, el secreto maravilloso de un hombre detrás de su aspecto físico o su forma de comportarse. No saben ver a su cónyuge, su verdadera belleza, porque se han acostumbrado.
La llama del amor no permanece encendida en el interior y se apaga. Necesitamos luz para ver, para desentrañar los misterios de la noche y nuestros propios misterios.
Al mismo tiempo, no hay peor ciego que el que no quiere ver. No hay nada más doloroso que aquel que se queda en su oscuridad y se siente en paz con su vida.
Nosotros a veces somos de esos y preferimos no ver. Nos acostumbramos a una vida entre sombras, una vida que no nos exija mucho esfuerzo. Porque no ver es más sencillo que ver. No saber más fácil que saber. Es la comodidad de la noche, en la que nada nos exige, en la que las horas pasan y nos vence el sueño.
La luz abre caminos y muestra desafíos, es demandante, nos invita a vivir y a luchar. La luz nos despierta de nuestros sueños de paz y nos inquieta. Necesitamos esa luz que despierte esa capacidad de ver con el corazón, que nos permita descubrir lo importante.