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Pide o da, pero no te cierres

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 27/03/14
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​Cuando nos piden, sacan lo mejor de nosotros; cuando pedimos con humildad, tocamos el alma del otro, logramos que dé lo mejor

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La sed más honda es la de la soledad. La sed que padece el hombre de hoy. Una sed que hiere. ¡Cuántas personas hoy viven sin amor! Han amado mucho. A veces lo han dado todo. Pero el rechazo, el olvido, las ha dejado heridas en el camino. Heridas y con sed. Han tratado de ser verdaderas y han sido heridas. Han tocado el fracaso. Han sufrido.
 
Como escuchaba el otro día: «El problema del mal que nos hacen no es el dolor que nos causa, sino que ese dolor nos pueda endurecer el alma». El alma herida puede volverse mala, puede alejarse del amor para siempre, puede acostumbrarse a vivir siempre con sed, llena de desprecio. Herida y moribunda. Rechazando la mano que sostiene el cubo cerca del pozo.
 
La persona herida en el amor sabe que la vida es difícil y puede perder la ilusión por soñar un mundo mejor. Eso es lo último que nos puede pasar.
 
El otro día leía a una persona con ochenta años que comentaba: «El futuro empieza ahora mismo. Tenemos que ser capaces de curar el mundo lo antes posible. Tenemos que concentrarnos en iluminar los problemas reales. Hay gente ahora sufriendo de manera insoportable y no podemos perder el tiempo».
 
La herida puede hundirnos o ser un camino hacia el cielo, hacia la cumbre. Podemos haber amado y haber sido heridos, pero que esas heridas no nos incapaciten para el amor.
 
Cuando no queremos volver a buscar agua al pozo es que ya no soñamos, ya no estamos dispuestos a sufrir más ni a aliviar el dolor de otros. Significa que nos hemos bloqueado en la entrega.
 
Jesús también tiene sed y está cansado. Impresiona que Jesús tenga sed y necesite agua. Sorprende ver su cansancio. No nos hacemos a la idea de su humanidad. Nos rompe, nos desconcierta. Vemos a Dios y pensamos en ese Dios todopoderoso que deseamos, ese Dios sin límites, sin carencias.
 
Nos asusta un poco un Dios indefenso, cansado, con sed, necesitado. Parece una burla. ¿Cómo se sacia la sed de Dios siendo nosotros tan pobres? Oímos tantas veces su grito desgarrador desde la cruz: «Tengo sed». Ese grito que busca respuesta y no la encuentra. Porque el hombre tiene miedo.
 
« ¿Qué puedo hacer para saciar tu sed?», nos preguntamos. Tenemos sólo un cubo, un cubo minúsculo, el pozo es hondo y su sed es infinita. Nos desconcierta ese Cristo cansado al mediodía. Un Cristo de pies descalzos y manchados, agotado por el calor y el camino.
 
Cristo tenía sed en la vida y tuvo sed en la cruz. Pero siempre su sed más profunda fue la de amor. Jesús tenía esa sed insaciable. Nos necesita. ¿Cómo? Nos necesita a nosotros en nuestra verdad, en la originalidad de nuestra vida.
 
Necesita nuestro cuerpo y nuestra alma. Nuestros sueños y fracasos. Necesita nuestra debilidad y nuestra impotencia. Nuestra libertad y ganas de luchar. Necesita nuestra sed, pequeña, pobre. Nos necesita, se muestra herido y débil. Esa bendita costumbre de Dios que pide ayuda.
 
Jesús se humilla, suplica y nos enseña el camino de la ayuda. Gabriel García Márquez decía: «He aprendido que un hombre sólo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo, cuando ha de ayudarle a levantarse». El que ayuda mira desde arriba, pero no desde la prepotencia.
 
¡Cuánto bien nos hace que nos pidan ayuda! Nos permite ser misericordiosos, ser generosos, y dar la vida. Una mujer me decía: «Las palabras que enamoran el corazón de toda mujer son las de aquel hombre que le pide ayuda, porque la necesita».
 
Por otro lado, pensamos que podemos hacerlo todo sin ayuda. Pero, ¡cuánto bien nos hace pedir ayuda! Nosotros nos creemos más que Dios tantas veces y no pedimos ayuda a nadie. Por miedo al rechazo, al desprecio, a la burla.

 
Tenemos sed y no pedimos que nos den de beber, no queremos parecer débiles. No nos gloriamos en nuestra debilidad, sólo en nuestras fortalezas. Incluso pedirle ayuda a los que parecen tener menos capacidades que nosotros, menos talentos, menos bienes, menos agua.
 
¡Cuánto cuesta decirle a otro: «Te necesito»! Esta frase rompe cualquier muro. Creemos que tenemos siempre que dar; y a veces pedir, mostrarnos necesitados del agua que no tenemos, es el mejor regalo que podemos dar. ¡Cuánto bien hace saber que nos necesitan, que somos fiables, que confían en nuestra capacidad!
 
Cuando nos piden sacan lo mejor de nosotros. Es un milagro. Cuando pedimos con humildad tocamos el alma del otro. Logramos que dé lo mejor que posee. Cuando no abrumamos, cuando no invadimos, cuando respetamos con amor. Reconocernos necesitados nos hace más humildes, más pobres.
 
Dice el Papa Francisco en esta Cuaresma: «La pobreza de Cristo que nos enriquece consiste en el hecho que se hizo carne, cargó con nuestras debilidades y nuestros pecados, comunicándonos la misericordia infinita de Dios. La pobreza de Cristo es la mayor riqueza. La riqueza de Jesús es su confianza ilimitada en Dios Padre, es encomendarse a Él en todo momento, buscando siempre y solamente su voluntad y su gloria. Es rico como lo es un niño que se siente amado por sus padres y los ama, sin dudar ni un instante de su amor y su ternura. La riqueza de Jesús radica en el hecho de ser el Hijo, su relación única con el Padre es la prerrogativa soberana de este Mesías pobre».
 
Mostrarnos desvalidos, necesitados, sedientos, pobres, es el camino para ser más de Dios, para ser felices y plenos. El camino de llegar a ser niños confiados en la voluntad de Dios. Niños que, desprovistos de todo y vacíos, puedan llenarse de Dios. Niños confiados, que se muestran como son, sin miedo al rechazo.
 
Jesús se expone, rompe las barreras sociales. Alguien que se humilla no asusta, no aleja, al revés, acerca. Se muestra vulnerable y pobre. No tiene nada que defender. Se muestra en su verdad. Sonríe y confía.
 
Nos cuesta mucho pedir ayuda y mostrarnos frágiles. No lo sabemos todo, no lo tenemos todo. Cuando nos mostramos superiores, con la vida perfecta, cuando parece que lo sabemos todo, que lo tenemos todo controlado, creamos rechazo y los demás no pueden acercarse. Si nos mostramos cansados y pedimos ayuda, sale lo más puro del otro. 

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