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Basta de críticas moralistas sobre “Frozen”

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Brian Brown - publicado el 24/03/14
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Los prejuicios anti-Disney llevan a muchos a no comprender el gran mensaje de esta sobresaliente película

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No iba a escribir nada sobre Frozen.

Es más, no iba a ir siquiera a verla al cine: la terrible campaña de marketing en EE.UU. me había convencido de que era una historia tonta sobre un muñeco de nieve parlante (estuvo allí, hizo esto). Pero una crítica positiva me hizo darme cuenta de que había algo más. Mi mujer y yo fuimos a verla; decir que nos enamoramos de ella sonaría a eufemismo, porque la gente utiliza esta palabra muy a la ligera actualmente. Creo que es la mejor película animada que he visto jamás (incluyendo los paisajes y los sonidos, desde la arquitectura del castillo de hielo a la música medieval coral: ¿cuándo fue la última vez que oíste ese tipo de música en una película de dibujos animados?).

Entonces empecé a ver las tonterías que personas religiosas escribían sobre ella. Está desde la teoría de la conspiración gay (bueno, hablar de ella supondría darle algún crédito, cosa que no quiero hacer) a la parte más seria: personas que critican a la canción “Suéltalo” (Let It Go) porque defiende el individualismo. A la sexta crítica contra Let It Go no pude más y estallé. Empecé a pensar que nadie ha comprendido la película. Tenía que escribir algo, porque hay dos cosas que es necesario decir.

Con todo, antes de seguir deberías leer la crítica de Greg Forster, en la que habla de los fuertes valores morales de la película. La animación Disney, como sabes, está dejando de existir. Cada vez más la gente de Pixar está llenando el negocio (y la mayor parte de ellos no son hollywoodienses típicos, lo que se comprueba en películas como WALL-E y Los increíbles. John Lasseter, el pilar de Pixar, dirige ahora Disney Imagineering y ha sido el productor ejecutivo de Frozen. Así que no cometas el error de conectarlo con la tradición Disney de películas subversivas.

“La tradición Disney de películas subversivas”. De eso se trata.

Lo primero que hay que decir es que los cristianos en particular, y no los exclusivamente de signo fundamentalista, están cada vez más descontentos con las películas Disney desde hace mucho tiempo. La Sirenita llevaba poca ropa. El jorobado de Notre Dame trataba mal a los clérigos. Pocahontas era panteísta. Muchas películas muestran a protagonistas practicando la magia. La lista es larguísima (Por supuesto, esta lista forma parte de una tradición aún más larga de exigir una total ausencia de cosas malas en una película, más que en la presencia de cosas buenas, en parte porque los cristianos “se supone” que vamos a ver sólo cine “limpio”, seguro, y honroso).

Disney hizo las mejores películas de animación desde siempre (casi desde que existe la industria del cine), y ha plasmado muchos grandes valores y recuerdos en las mentes de los niños. Pero hay algunas legítimas quejas de los padres en la lista, especialmente dado que son películas para niños que tienen efecto sobre la impresionable gente joven.

Sin embargo, como millennial que ha crecido con estas películas, creo que nuestros padres se enfadaban por muchas cosas equivocadas y sin embargo obviaban la forma más clara en la que Disney estaba influyendo en los niños. Mientras mamá y papá estaban preocupados por cosas que eran normales (como que Ariel se vistiera como una sirena, o que una india americana adorara la naturaleza) o que formaran parte normal de los cuentos de hadas (la magia), Disney estaba instalando un sistema de valores en nosotros que aparentemente era demasiado sutil para que ellos lo advirtieran.

Casi todas las películas Disney durante décadas nos enseñaba siempre el mismo principio moral. En varios contextos, parecía que “el amor es un sentimiento que debía triunfar a toda costa”. A un nivel más básico, sin embargo, era: “seguir tu corazón es siempre lo que hay que hacer”. Disney no hizo de nosotros brujas, o panteístas, o nadadoras nudistas, pero sí nos enseñó a no valorar nada más allá de nuestros propios deseos (a decir verdad, muchos de nuestros padres reforzaban la lección).



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Aprendimos bien la lección, como lo muestran los noviazgos en serie, los líos de adolescentes, la fobia al compromiso, y los puntos de vista sobre política pública matrimonial de mi generación.

Después de todo, Ariel, Aladino —quien fuera, con raras excepciones-, todos hacían lo que sentían; perseguían sus sueños, sus intereses amorosos, etcétera. Quemaban sus puentes. Rechazaban a sus padres. Abandonaban sus tradiciones y sus pueblos. Por esta razón, Ariel vendió su alma al diablo. Y… vivieron felices y comieron perdices.

Esto me lleva a la segunda cosa que decidí que debía decir: respecto a esto y a muchos otros temas, Frozen es la película de dibujos animados más anti-Disney que he visto nunca.

Lo que yo he visto en Frozen supone un cambio radical respecto a las películas de animación con las que he crecido —quizás sea un cambio, si esto se mantiene en futuras películas.

Sí, la canción de Elsa Let It Go suena muy a la vieja escuela Disney; yo, yo, yo, y nadie más. También la decisión de Ana de haberse enamorado en cuatro segundos y medio y comprometerse en matrimonio en tres minutos.

Pero no es ahí donde termina la película.

Decir que estas cosas son lo principal de la película es como decir que el punto principal de El Señor de los Anillos es que uno no debería pasear entre los bosques porque son muy peligrosos.

En cambio, toda la trama de la película está construida sobre la base de los dos personajes que “desaprenden” estos lugares comunes de la moralidad Disney.

Ana se da cuenta inmediatamente de que seguir a su corazón sin importarle las consecuencias puede tener terribles consecuencias. Y aprende, en la que probablemente sea una impactante separación de la tradición Disney, que su “amor verdadero”, su sentimiento, no tenía sentido, y que el amor es “poner las necesidades del otro por delante de las tuyas”.

Para recalcar el punto, el sorprendente final de la historia le da la vuelta a todos los cuentos de hadas de Disney, y los sustituye por un acto digno de un verdadero cuento de hadas. No creo que esto sea sólo un recurso argumental accidental. Una niña que crece con esas muñecas en la cama, en lugar de las viejas princesas Disney, tiene un poderoso punto de referencia en su imaginación de lo que el amor es (y de lo que no es). Esto es precisamente lo que un cuento de hadas se supone que debe darle.

Y respecto a Elsa y Let It Go, Elsa pasa la primera mitad de la película eligiendo entre dos extremos. Durante la mayor parte de su vida, elige el primero: esconder su poder para no hacer daño. Es lo opuesto del punto de vista inicial de Ana: no amar en absoluto (o por lo menos no demostrarlo), porque la gente podría resultar dañada.

En la canción, descartada la primera elección, ella elige la segunda: seguir su propia estrella y hacer lo que quiere. En lo que respecta al amor, en realidad es la misma elección: no dejar que la gente entre (sólo que ahora lo hace por ella misma en lugar de por Ana).

El resto de la película es el proceso de Elsa de enfrentarse con una tercera opción: aprender a canalizar lo que puede hacer en bien de otros, y aprender que el amor es ayudar, no simplemente evitar hacer daño.

Su aceptación de lo que ella es no viene en forma de hacer lo que ella quiere, o de obligar a los demás a aceptarla. Viene de asumir la responsabilidad tanto de hermana como de reina; ganando aceptación a través de su entrega, y usando sus poderes para traer alegría y belleza a las vidas de los que le rodean. Su invitación a sus súbditos al patio real al final de la película es un poderoso discurso: ella deja que la gente entre en su corazón y les ofrece lo que tiene.

El efecto final es una historia de una complejidad y verdad moral que destroza todo lo que Disney ha hecho hasta ahora, pero es muy de tradición Pixar (quizás incluso por encima de la media).

La gente que va a verla sin prejuicios anti Disney verán lo que yo he visto: una película que hace pensar, durante 100 gloriosos minutos, que los grandes cuentos de hadas no han muerto aún.

Por Brian Brown, senior editor de Humane Pursuits

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