Presidente del gobierno durante la transición democrática en España
Para ayudar a Aleteia a continuar su misión, haga una donación. De este modo, el futuro de Aleteia será también el suyo.
No puedo evitar la vergüenza ajena al recordar las injurias al presidente Suarez recibidas por no pocos hombres y mujeres respetables y piadosos, en aquellos convulsos años de la Transición.
Pero como no es hora de lamentaciones, ni de hurgar en viejas heridas abiertas de nuestra convivencia cívica, me diré a mi mismo que, como nos enseña el supremo magisterio de la vida, no sabrían lo que hacían.
Se pueden contar con los dedos de una mano aquel pequeño grupo de grandes hombres que tuvieron la inteligencia, el aplomo, y la dignidad, de hacer posible que esa Transición fuera legítima, pacífica y auténtica, tres condiciones difíciles de conciliar en aquellas circunstancias.
Es consabida la complicidad política del Presidente Suarez con el Cardenal Tarancón, que como todos los grandes hombres de Iglesia en encrucijadas decisivas de la historia de los pueblos ejerció también una altísima acción política.
Pero pocos saben que Adolfo Suarez durante aquellos años quedaba frecuentemente en una parroquia madrileña, medio escondida en una colina, con un sabio y santo sacerdote, evangelizador de jóvenes, y que sería más adelante un magnifico obispo. Allí le confiaba sus certidumbres y sus incertidumbres, su alma de cristiano que albergaba e iluminaba el laberinto en el que se había convertido su vocacional responsabilidad política, y encontraba una mano amiga que le confirmaba en sus muchas difíciles decisiones que fueron decisivas, como fue la legalización del partido comunista.
Adolfo Suarez fue el particular “Rey David” de nuestra “historia de salvación” política: elegido providencialmente por la gran intuición de nuestro monarca, demostró que no hay Goliat capaz de vencer al mejor estratega: aquel que como el mítico joven de la historia de Israel, sabe apuntar y tirar bien la onza del camino de la libertad, pero no sin antes deslumbrar con su mirada, que rebosaba convencimiento y credibilidad para una sociedad a la vez inquieta y esperanzada.
Y así, el gigantesco temor por una España de nuevo enfrentada en dos bandas fratricidas, fue vencido de tal suerte que, a pesar de los intentos por ser despertado en estos casi cuarenta años, sigue postrado en tierra.
Merece, en esta hora de duelo y despedida, no olvidar que los héroes de las naciones existen, también con traje y corbata, y que no hay que dejar de contar sus hazañas por generaciones, para hacer de su legado un orgullo, y para que la historia no deje de ser nunca maestra.