Nuestra debilidad es un puente hacia el cielo, si nos acogemos a la misericordia de Dios
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Necesitamos la experiencia del perdón para poder ser luego nosotros misericordiosos. Una persona decía: «En mi carencia de amor reconocida ante Dios es donde puedo encontrar la fuente de amor para transparentar este amor a los demás. En la medida que experimento la misericordia de Dios en mí, puedo regalar misericordia».
Es precisamente la confesión lo que nos hace humildes y necesitados de misericordia. Cada vez que recurrimos a la confesión nos humillamos. Nos hace bien humillarnos, porque así crecemos en humildad. Nos hacemos pobres y menesterosos.
Frente a nuestro pecado Dios nos ofrece la inmensidad de su gracia, de su misericordia. Su perdón es infinito y nos desborda. Nuestra debilidad es un puente hacia el cielo, un camino que nos eleva a lo más alto.
Decía el Padre José Kentenich: «Nuestras faltas y miserias son el medio más valioso para llevarnos hacia los brazos del Dios Todopoderoso. A esta luz, la experiencia de nuestras debilidades morales nos hará ver la verdad de aquellas palabras de San Pablo: – Si hay que gloriarse, en mi flaqueza me gloriaré. (2 Cor 11,30). Mi flaqueza me encamina hacia la misericordia de Dios. Hay que sacar provecho de nuestras faltas y pecados. Ellas son como el abono»[1].
Hay que ver el pecado como algo natural, porque si no lo enfrentamos sanamente, se convierte en un bloqueo y no nos deja amar. Se bloquea el corazón y no dejamos que fluya el amor y la vida. Nos cerramos a la acción de Dios en nuestra vida, a la acción de la gracia.
Pero también es muy habitual la pérdida de la conciencia de pecado. Muchos no se confiesan porque no ven en su vida ningún motivo para pedir perdón. Ya nada les parece pecado y no son conscientes de sus caídas y de su culpa.
Frente al extremo de los escrúpulos se halla esta conciencia laxa en la que no hay culpa. El hombre no se siente responsable de sus actos. Las circunstancias, los otros, la vida, permiten que actuemos de una u otra manera. No somos culpables. El hombre ya no habla de pecado.
Y cuando no tenemos conciencia de haber pecado, entonces nos endurecemos y alejamos. La falta de conciencia de pecado nos hace autosuficientes. De esta forma se pierden la experiencia del perdón, el poder palpar la desproporción de la gracia con la que actúa Dios.
El primer pecado del hombre, el que se recoge en el Génesis, tiene que ver con ese deseo de ser como Dios: « ¿Como es que os ha dicho Dios que no comáis de ningún árbol del jardín? No moriréis. Bien sabe Dios que cuando comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal».
El hombre es tentado y quiere ser como Dios, quiere no equivocarse nunca, no pecar y ser capaz de todo. Los límites no nos gustan. Queremos decidir, dominar, gobernar. Nos cuesta la obediencia y el sometimiento. Es el deseo de ser todopoderosos. Huimos de los límites y de las barreras.
Todos pecamos de esta soberbia que nos hace querer ser como dioses. Es la soberbia que nos lleva a huir de Dios, porque su poder nos espanta y limita. Su amor nos hace débiles.
La atracción del poder y de poseer la gloria y el honor. El miedo a que otro tome las riendas y nos someta a sus deseos. Si decidimos nosotros no nos equivocaremos, pero si dejamos que otro decida por nosotros, tal vez su decisión no nos convenza.
La tentación de ser poderosos, de controlar la vida, de tener el futuro en nuestras manos. El querer que la vida sea decidida de acuerdo a nuestro criterio, de acuerdo a nuestros deseos. Y, al mismo tiempo, la tentación de poseer, del honor y la fama. La tentación que nos lleva a querer tenerlo todo. Todos los reinos, toda la fama, toda la gloria.
Nos olvidamos que es a Dios a quien tienen que ver en nosotros. Es su rostro y no el nuestro. Su pobreza y no nuestra aparente riqueza. Es a Él a quien servimos.
[1] J. Kentenich, Familia, Reino de María, Retiro de Federación de Matrimonios, 31. 05 – 04. 06. 1950