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España, 17 años después: El 11-M que viví…

11 M

© Contando Estrelas

Javier Alonso Sandoica - publicado el 11/03/14

O si era posible hablar de Dios en la gran morgue del pabellón 6 del Ifema

Hay mucha gente que no sabe que a la hora que ocurría el atentado terrorista más salvaje de nuestra historia, la distribuidora de “La Pasión” de Mel Gibson, estaba realizando el primer pase para la prensa especializada. Recuerdo a los críticos salir de la sala consternados, “hoy hemos vivido un doble via crucis”, decían.

Por la tarde nos llamaron desde el arzobispado de Madrid por si algún sacerdote podía pasarse por Ifema para consolar a los familiares de las víctimas. No me lo pensé y acudí puntual con un puñado de compañeros. Llamé por teléfono a un par de famosos para que fueran a alentar a las familias. No fue ninguna tontería, un famoso de cerca es siempre el amigo oportuno que se ha colado un millón de veces en casa por televisión.

Lo malo es que los curas andábamos como pájaros en la misma rama del árbol, agrupados y asombrados por tanto dolor, esperando que la gente nos dejara adosarnos a ellos para el consuelo y la conversación. Era una pena, porque los psicólogos y psiquiatras abrazaban a los familiares con toda naturalidad, sin premeditaciones. Me enrabietaba nuestro pudor. A uno se le ocurrió improvisar una capilla para que la gente se pudiera acercar. Pero era una opción inválida, ¿los psicólogos iban a ellos y nosotros esperábamos que vinieran?, que no, que no podía ser. Entonces me arremangué, y otros hicieron lo mismo. Cogimos la caja de yogures y la fruta, y empezamos a repartirlas por grupos. Así aprovechamos para entrar en conversación.

El gesto de ofrecerles comida les abrió el alma. Tuve conversaciones apabullantes de profundidad. Un chico me insultó, “usted viene a cumplir con su fe, déjenos en paz”, yo le respondí, “pero es que mi fe me llama a estar contigo y echarte una mano”. Entonces se echó a llorar, hablamos de Dios, de su novia, de su gente, incluso reímos… A una chica le tuve que decir que su novio había muerto, los padres quisieron que fuera yo quien le diera la noticia. Yo estaba pálido de emoción y tristeza.

Y eso fue todo. Algo tan natural como la comida abrió a aquellas víctimas del desamparo el apetito de lo sobrenatural. Dios siempre corre cerca de lo humano, se sirve de lo que todos tenemos en común, y así se cuela, sin meter ruido, sin exhibicionismos, regalando su calma.

Pabellón 6

El jueves 11 había que estar en el Pabellón 6 de IFEMA. A veces, la urgencia de los acontecimientos desbarata todos los programas y todas las citas de las agendas, convirtiendo en irrisión lo que parece prioritario. La puerta principal del recinto estaba flanqueada por una ristra innumerable de cámaras de televisión apostadas para registrar el dolor de los que entraban y salían. Es evidente que declaraciones ante los medios se esperaban pocas, porque cuando uno sufre la quemazón de un dolor intenso se convierte, de repente, en un pequeño insecto que apenas advierte el macrocosmos que lo rodea, y su visión en lontananza sólo alcanza un puñado de milímetros. Y eso lo midieron muy bien las cámaras: los rastrojos del dolor, las secuelas de una incertidumbre agónica, los rostros arrojados de sus moldes… Pero, cuando entré por la puerta del pabellón, yo no podía ser una mera cámara de televisión. Portaba mi silencio, mis brazos, mi sonrisa, las pocas palabras que un ser humano puede administrar a un desconsolado para rehabilitarlo, y una pequeña cruz que estrujé toda la noche en mi mano derecha mientras hablaba con aquellas familias rotas. Ése era mi patrimonio exclusivo.

Mientras estaba de rodillas consolando a una mujer que había perdido a su marido, se me acercó un joven de pelo a lo rasta, rasgado de piercings de la cabeza a los pies y, con mirada de cuchillo en boca, me dijo: «¡Aquí no vengas a vendernos a tu Dios!»; lo dijo con el desprecio del dueño de un local que pilla a un par de chavales in fraganti robando su género. En vez de marcharme, opté por cogerle las manos y decirle: «Mira, yo sólo he venido a dar calor, es lo que me enseña mi fe». Entonces, el joven se me echó a llorar y me pidió perdón. Nos convertimos en incondicionales y, antes de que yo me marchara, me buscó para pegarme un abrazo. Uno de los voluntarios, Juan, un tipo de uno noventa y ojos de urdir mil proyectos, me contó que había venido a IFEMA porque su hermano murió hacía 10 años mientras conducía una ambulancia del SAMUR. Aquella muerte súbita, que Juan aún no ha sabido encajar en su historial, le exigía su presencia en aquella jornada de dolor y rodearse de gente que había padecido la misma sorpresa de guillotina. «Necesito irme a la capilla -me dijo-; tengo que poner en orden todo lo que me está sucediendo esta noche, Dios me tiene que ayudar a comprender el porqué de esta tragedia». Con Bárbara, una chiquita que había perdido a su novio a quien conocía desde los 10 años, hablé de la aparente inactividad de Dios: «Mira, Bárbara, la omnipotencia de Dios se ha hecho impotente frente a las decisiones de los corazones, así de firme es nuestra dignidad. Tenemos la opción de sonreír a Dios o escupirlo, y Dios ha decidido maniatarse, no se puede empeñar en forzar nuestra decisión». Me abracé mucho a ella porque necesitaba un par de brazos que la sostuvieran.

Bien entrada la madrugada salí del Pabellón 6, de nuevo por la puerta principal. Allí seguían las cámaras de televisión. No sé qué vieron, yo sólo he contado aquí un 15% de lo que vi.

(El primer artículo fue publicado en el Blog Adiciones, y el segundo artículo, en Alfa y Omega)

(Artículo actualizado 11 de marzo de 2021)

Tags:
terrorismo
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