Hacer silencio, tratando de cuidar la intimidad con el Señor, es el camino hacia el desierto
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El tiempo de Cuaresma comienza por esa razón con una invitación a adentrarnos en el desierto. Lo que impresiona siempre del desierto es su inmensidad. Allí no hay fronteras, ni límites. La vista se pierde en el horizonte queriendo detenerse en algún lugar. Silencio. Frío. Calor. Soledad. Infinitud. Miedo. En el desierto se encuentra Dios con el hombre. Allí se adentra el hombre que no encuentra a Dios. Allí nos lleva Dios para enamorarnos, para rescatarnos, para mostrarnos su rostro.
Este domingo recordamos las palabras de Dios dirigidas a su pueblo Israel por boca del profeta Oseas: «Yo voy a seducirla; la llevaré al Desierto y le hablaré al corazón. Y ella me responderá allí como en los días de su juventud». Oseas 2, 14.
El desierto y la seducción de Dios. El hombre que se ha alejado de Dios, porque ha pecado y olvidado; y Dios que no se olvida nunca del hombre, de su hijo, aunque se haya alejado y huido de su presencia.
En el desierto Dios habla al corazón de su amada, de Israel. Allí nos habla a nosotros. El desierto es esa soledad en la que el hombre busca encontrarse consigo mismo y con Dios. Es la historia de Dios con el hombre que comienza una y otra vez.
El desierto siempre ha sido un lugar propicio para tener una experiencia de encuentro con el Señor. Es un lugar para escuchar a Dios, que nos dice al oído palabras de amor, seduciendo dulcemente nuestro corazón. Es un lugar para darle a Dios la oportunidad de seducirnos y enamorarnos. En el desierto el hombre vuelve a recordar su primer amor, el de la juventud. La fascinación por la vida.
Pero es verdad que también es el lugar de las tentaciones. Somos seducidos y tentados. Los Padres del desierto decían que uno va al desierto buscando a Dios y se acaba encontrando con el diablo.
En el desierto, desprovistos de seguros, somos tentados. Porque allí, en la soledad y en el silencio, es imposible permanecer en la superficie, pasando por encima de la realidad.
Allí nos adentramos en lo más hondo de nuestra historia, de nosotros mismos. Allí está Dios. Allí también somos tentados. El desierto es una invitación a despojarnos de todo lo que nos pesa y ata.
El silencio es propio del desierto. Pero no siempre, al callarnos, logramos vivir el silencio. Decía una persona: «Me gustaría hacer un camino de silencio real, pero cuanto más silencio hago, más hierven las cosas en mi cabeza. Me pregunto entonces si ese silencio es de Dios o no».
Nos cuesta mucho hacer silencio, volcarnos en nuestro interior. Todo bulle y mil preguntas y temas distintos se agolpan. Nos parece imposible hacer silencio. Todo aflora en esos momentos en los que callamos.
Como decía una persona: «Uno de los problemas que tenemos en este tiempo es precisamente el de la falta de quietud. Tanto bombardeo de información, un ritmo de vida atropellado con coches, móviles, whatsapps, y mil planes, lleva a la dispersión. Y a no hacer nada bien. A no dedicar un tiempo en exclusiva para hacer una cosa centrando toda la atención en ello».
Ir al desierto supone buscar, callar y caminar, mirar, contemplar y escuchar. Supone recorrer un camino de la mano de Dios. Hacer silencio, tratando de cuidar la intimidad con el Señor, es el camino hacia el desierto.
Por eso hoy queremos aprender a desprendernos de tantas interferencias. No es fácil cuidar los momentos de intimidad con el Señor, aguardar, esperar. Como dice un poema de Antonio Machado: «Sabe esperar, aguarda/ que la marea fluya/ sin que el partir te inquiete/, todo el que aguarda sabe/ que la victoria es suya». El desierto es tiempo de paciencia, de saber estar, de aguardar con calma. Tiempo de intimidad.