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¿Del fracaso puede salir algo bueno?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 13/01/14
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Lo importante siempre es, nos pase lo que nos pase, no soltar nunca la mano de CristoEl éxito y el fracaso jalonan nuestra vida. El pasado año y el que hemos comenzado estarán llenos de fracasos y de éxitos. Muchas personas al comenzar el año te desean que tengas éxito. Y eso tal vez no sea lo más importante. El fracaso forma parte de nuestra vida y solemos crecer más en las derrotas que en las victorias.
 
Aunque nos aterra fracasar, para qué negarlo. Una persona escribía: «Era casi necesario fracasar para entender ciertas cosas, casi necesario. Soportar la caída, trascenderla, vivirla, y conocerme a mí mismo en la derrota. Casi necesario. Estamos dispuestos a todo, le decimos al Señor, así un día, y otro, ‘cualquier cosa’, seguros de que todavía no, porque es muy pronto. Y caminamos dichosos. Lo tenemos todo, todo nos lo han dado. Y sonreímos al cielo, y damos gracias, orgulloso de ser afortunados. Pero en mi corazón orgulloso, habita el pesar de tenerlo todo, de no haber luchado, de no haber llorado; por eso, noche tras noche, clamo al cielo: ‘Lo que Tú quieras, Señor, lo que Tú quieras’. Imagino desgracias, y me regodeo en esos sueños terribles que casi parecen imposibles. Digo que los acepto, y contento, doy gracias por mi buena disposición. Soy casi un auténtico cristiano, casi un santo viviente. Y sueño con mis planes de pasado mañana. Parecía todo tan seguro. Pero fue necesario experimentar el fracaso. Y aprender. Y madurar».
 
Estas reflexiones hablan de la vida que nos toca vivir. De nuestro presente y del futuro. Nos asusta a veces el futuro, da miedo fracasar y no lograr lo que deseamos. Soñamos el éxito y pensamos que es un derecho. Creemos que merecemos que nos vayan bien las cosas y que todo nos resulte. Pero no es así. Cada éxito, cada victoria, es un don de Dios, una gracia. Y cada derrota una oportunidad para crecer, para saltar por encima de nuestros límites.
 
Pero a veces nos olvidamos de lo esencial: todo es gracia. Y cada caída una oportunidad para subir más alto, un peldaño más, un trampolín. Así nos lo recuerda el Padre José Kentenich: «El triunfo cristiano es siempre una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria. Contemplen la vida de los santos»[1].
 
Es cierto. Los santos vivieron el éxito y el fracaso en su vida. En el éxito guardaron el corazón en calma y vivieron con humildad la fecundidad de sus vidas. No se enorgullecieron pensando que eran ellos los que daban fruto. Entendieron que eran sólo la voz y Cristo la Palabra. No se creyeron imprescindibles, sólo útiles. Sólo anunciaban a Cristo, su amor. Por eso disminuyeron, para que Él pudiera crecer.
 
Al mismo tiempo, cuando sufrieron la derrota, cuando vivieron la injusticia, la soledad y el desprecio, supieron ver la victoria de Cristo detrás de la oscuridad. Supieron levantarse y seguir luchando cuando las fuerzas flaqueaban. Supieron agarrarse a la mano de Cristo que los sostenía ya a punto de caerse. Confiaron contra toda esperanza en que al final Cristo siempre vence y por eso no desesperaron.
 
Hoy miramos a los santos y confiamos. Ellos aprendieron en el éxito y en el fracaso, porque lo importante siempre es, nos pase lo que nos pase, no soltar nunca la mano de Cristo.
 
Muchas veces nos centramos sólo en lo que está mal, en lo que no funciona, en la herida del alma. Y es normal, porque somos bastante perfeccionistas y nos gusta que el mantel sea de un blanco inmaculado. Nos molestan las manchas. Y nuestra lucha ascética se centra entonces en evitar el pecado, en luchar contra él, en impedir que surja súbitamente de nuevo en nuestra vida.
 
Pero ya lo decía el Padre Kentenich: «Quien sólo quiera evitar el pecado caerá en el. El tono esencial debe ser la magnanimidad»[2]. La magnanimidad nos invita a cultivar un alma grande, a soñar alto, a no conformarnos con no pecar. Sin obsesionarnos con eliminar el pecado, sino más bien mirando los ideales que encienden el corazón.
 
Añadía el Padre Kentenich: «La pedagogía de los ideales me impulsa hacia lo alto, a hacer las cosas no porque ‘tengo que hacerlo’ sino porque ‘puedo hacerlo’. Encendamos una gran luz para expulsar y superar las cosas negativas. El hombre no soporta por mucho tiempo hacer todo por obligación. Por naturaleza el ser humano necesita amor»[3].
 
Necesitamos amor para volar alto, para confiar, para creer que podemos esperar siempre más. Sin mirar tanto las caídas, sino mirando las cumbres que nos hacen creer.


[1] J. Kentenich, Kentenich Reader, Tomo III
[2] José Kentenich, Niños ante Dios, 472
[3]  J. Kentenich, Kentenich Reader, Tomo III

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