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La Iglesia española en la guerra de Independencia

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Enrique Chuvieco - publicado el 29/10/13

Muchos clérigos se echaron al monte por los desmanes franceses en bienes, actos sacrílegos y expolios de arte

Cuando en marzo de 1813 los franceses eran derrotados en la batalla de Vitoria empezaba el inicio del fin de lo que había sido una ocupación de cinco años, que ya tuvo pronta contestación popular desde sus inicios con el levantamiento de Madrid en mayo de 1808, que continuaba los producidos en otras ciudades españolas. En la contienda contra los invasores, ocupó protagonismo principal el clero, mayormente el de los pueblos, pero también secundado por otros dignatarios eclesiásticos, quienes abanderaron las revueltas porque veían peligrar la fe católica -ejemplificada en multitud de saqueos a templos, monasterios y otros lugares de culto- por los planteamientos descreídos de los galos.

A lo largo y ancho de la Península, crecen los focos insurrectos conducidos por curas o frailes, según cuenta el historiador Fernando Ruiz González. Así, en Galicia, están al frente Acuña, Carrascón, Rivera, Couto, Valaldares y los abades de Valedoras, Casayo, Cela, San Mamed y Trives. En Santander, comanda la guerrilla el obispo Menéndez de Luarca, mientras que en Castilla la Vieja (hoy Castilla-León), los curas Merino y Tapia y el capuchino Délica ponen en jaque a las tropas imperiales.

Batallones eclesiásticos

En La Mancha, se baten Quero, Ayestarán, Salazar e Isidro; en Andalucía, el fraile Rienda y los sacerdotes Riofrío, Lobillo y Casabermeja. En Cataluña destacan Rovira, Montaña y Díaz. En Aragón y Navarra, el párroco de Valcarlos, el prior de Ujué, el beneficiado de Laguaresa y el presbítero Rubio.

Muchos otros eclesiásticos compaginaron echarse al monte con la defensa de ciudades y enclaves diversos, como Santiago Sas y Fray José de la Consolación en Zaragoza. Otros actuaron como espías y estrategas, como Fray Baudilio de San Boy en Cataluña, o Fray Teobaldo en Aragón.

Era tal la conciencia de Cruzada contra el invasor, que se formaron batallones compuestos exclusivamente por eclesiásticos, como los dominicos en Málaga, los carmelitas de Logroño, los franciscanos de Burgos, los frailes a caballo de Murcia, los exclaustrados de Ronda, o en Gerona la formación de compañías de eclesiásticos regulares (frailes y monjes) y seglares (curas).

Otro apartado, fue el liderazgo en los levantamientos, pues observamos a su frente a curas, como Fray Rico en Valencia, Fray Gil en Sevilla, Llano Ponte en Oviedo o Fray Berrocal en Málaga.

El alma de la insurrección

No existía administración local o provincial en la que no hubiera algún clérigo. De hecho, los obispos de Cuenca, Santander, Toledo, Zamora, Sevilla y Orense fueron presidentes de las Juntas Provinciales y los de Cádiz, Valencia, Murcia, Huesca y Galicia fueron vocales de las mismas. E igualmente ocurrió en la administración central, donde los obispos Vera, Delgado y Silva estuvieron en la Junta Central y los cardenales Borbón y Pedro Quevedo fueron Presidentes de la Regencia.
Gente de Iglesia comandó, en definitiva, la dirección estatrégica y espiritual del pueblo para aguantar el sacrificio que suponía la resistencia frente al invasor.

Razones para intervenir

En lo relativo a los argumentos que catalizaron la importante actuación eclesiástica en la Guerra de la Independencia, se encontrarían la legítima defensa, la obligación material y espiritual de oponerse al tirano, la guerra de religión, reivindicar las libertades religiosa y de conciencia y la defensa contra el expolio de materias primas, cosechas –que agudizaron el empobrecimiento general- y obras artísticas llevados a cabo por las tropas de Napoléon en España.

El saqueo

El factor vivencial, el de los clérigos que convivían con la gente en pueblos y aldeas, fue uno de los argumentos de más peso ante la rapiña de las tropas invasores, y no sólo en cuanto a las profanaciones y sacrilegios cometidos en lugares sagrados, sino también por sus desmanes contra haciendas y personas y en la confiscación de alimentos y obras de arte religiosas existentes en iglesias, ermitas y monasterios. Si a todo esto le añadimos la prepotencia y arbitrariedad en el gobierno hacia quienes mantenían en su imaginario común glorias pasadas, el resultado no podía ser otro que una explosión popular de rabia contenida contra las fuerzas invasoras.

Se calcula que murieron por causa directa de la guerra alrededor de 375.000 personas y que supuso un descenso demográfico de cerca 885.000 habitantes (la población por aquel entonces rondaba los 10 millones).

Las iglesias y conventos fueron uno de sus objetivos preferidos pues los militares franceses sabían que hasta en la más mísera iglesia del villorrio más recóndito siempre habría un cáliz dorado, un retablo o una  cruz de valor. Además, los destrozos eran sistemáticos también en archivos y documentos (nacimientos, bautizos, defunciones, bodas, manuscritos…) de valor histórico incalculable que desaparecieron o fueron destruidos.

La rapiña alcanzó también a la nobleza y a la Casa Real, cuyas joyas y corona marcharon para Francia, como fue el caso de la Perla Peregrina, que a la vuelta de los siglos lució la actriz norteamericana Elizabeth Taylor.

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