"Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido"
El otro día pensaba que no siempre el diálogo con los demás es tan fácil. No tenemos paz, guardamos sentimientos negativos, recordamos y no olvidamos, el rencor permanece.
Queremos decir lo que pensamos y nos cuesta hacerlo, dudamos, somos malinterpretados. A veces no somos capaces de decir lo que sentimos y lo guardamos todo. El corazón se llena de emociones negativas y acabamos estallando por cualquier motivo.
No logramos explicar los afectos del corazón. Ni los entendemos nosotros, ni conseguimos que otros los entiendan.
Es verdad que el diálogo se fundamenta en la verdad y en el amor. Pero no siempre es fácil que esa relación sea la correcta.
El otro día leía: «La cuestión más espinosa en relación al diálogo es la de las emociones negativas. ¿Qué hago cuando siento hostilidad hacia ti, e incluso deseos de matarte? Esto ocurre en las mejores familias. El confiarte mis resentimientos, mi ira, mi amargura o mi hostilidad encierra un riesgo y un peligro innegables, cosa que no sucede si lo que te confío son mis sentimientos de agradecimiento y de amor».
La confianza para manifestar los sentimientos negativos y positivos es fundamental. Tener confianza en el otro y dar confianza son herramientas básicas en el diálogo. Sin confianza no hay sinceridad y no logramos ser nosotros mismos.
No obstante, no siempre es bueno decirlo todo. A veces creemos que sí, que si lo decimos todo y somos sinceros, entonces todo se soluciona. Creemos que si nos guardamos algo la relación de amistad, fraternal, filial, conyugal, paternal o maternal, se va a complicar. Mientras que si nos desahogamos, y lo decimos todo, va a ir todo mejor.
No siempre es así. A menudo, en aras de ser sinceros, herimos sin darnos cuenta. Pasamos por encima de la sensibilidad de los demás, sin pensar en lo que ellos sienten. Creemos que si lo decimos todo estamos construyendo sobre la verdad.
Pero la verdad sin amor es dura, a veces imposible de sobrellevar. Y el amor sin verdad tampoco se construye sobre una base sólida.
Es necesario aprender a callar muchas cosas. Saber decir las cosas con humildad y cariño, sin herir, sin exigir nada, con respeto sagrado, porque el terreno que pisamos, el alma de aquel a quien amamos, le pertenece a Dios.
Así las relaciones pueden crecer. Sobre la base del respeto y el cariño. Si respetamos al otro en su verdad rompemos las barreras que nos separan de él. Nos colocamos ante su puerta como ante un lugar sagrado. Respetamos sus necesidades y deseos. Entramos descalzos.
Es verdad que, para poder darnos de forma auténtica, es necesario que nos conozcamos y aceptemos nuestra realidad con humildad y sencillez.
Es algo importante mirar el propio corazón y aceptarlo: «Quien conoce todos sus abismos, sus zonas sombrías, sabe que sólo puede vivir en plenitud si es comprensivo consigo mismo, si es capaz de decirse sí tal como ha sido creado. Sólo cuando alguien se ha aceptado a sí mismo puede aceptar al que busca consejo sin juzgarlo»[1].
Aceptar nuestra vida, nuestra realidad, nuestras imperfecciones, no siempre nos resulta. Necesitamos ser realistas y aceptar la vida como es. El amor de aquellos que nos aman sin condiciones nos ayuda a descubrir la belleza de nuestra vida y aceptarla en sus límites.
Es un don el poder llegar a querernos sin pretender ser más de lo que somos, sin querer estar más sanos o tener más dones de los que hemos recibido. Sin exigirles a los demás que nos acepten y quieran. Sin sentirnos mejores de lo que somos.
Es mirar a Dios cara a cara y decirle que sí, que entendemos y queremos nuestra vida como es. Con sus límites y carencias, con su bondad y su pecado, con su belleza y sus arrugas.
Es decirle que sí al Dios que nos quiere y busca, a ese Dios de nuestra historia que conoce nuestros miedos e inquietudes. Sabe que somos débiles y necesitamos su amor, el sí que pronuncia sobre nuestra vida. El amor que nos tiene, porque nos ama de forma incondicional, nos sostiene y levanta.