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¿Una Iglesia de convicciones es lo mismo que una Iglesia intransigente?

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Juan Ávila Estrada - publicado el 09/08/13

Es aquí donde la Iglesia encuentra su mayor reto con el mundo actual

En el evangelio existen principios vitales que se convierten en especie de estandartes para la humanidad. Enseñanzas, sentencias, mandamientos, que pronunciados por los labios de Jesús nos recuerdan la importancia que tiene el hecho de dar fundamentación ética y cognoscitiva a la vida. Tales principios, que deben ser absolutos y eternos en cuanto su valor, al ser removidos nos hacen caer en una especie de limbo existencial en el que es imposible diferenciar lo  bueno y lo verdadero de lo perverso y falaz  o, lo que es peor, a creer que las cosas tienen su valor moral dependiendo de las circunstancias del corazón o de la conveniencia de la razón.

La globalización ha hecho de nuestras sociedades una especie de mercado persa en el que ninguna religión, cultura y economía tiene valor auténtico, donde todo es negociable y tiene un precio y que, por lo tanto, todo puede caer en el ámbito del relativismo. Nadie tiene la verdad, todo es cuestionable y las cosas tienen  color dependiendo los lentes con los que se las miren. Ahora lo que cuenta es lo que es consensuado; la democracia impera como estado ideal de perfección de decisiones en todos los lugares y para todas las cosas: la familia, la Iglesia, la moral.

Hoy los padres no parecen guardianes y guías de su hogar sino encuestadores que preguntan a cada uno si creen que tal o cual cosa se debe hacer pues temen no ser populares con su hijos y quieren mostrar un rostro de simpatía, modernidad y condescendencia absoluta que no deben siempre tener. Para ser padres de familia hay que estar dispuestos a correr el riesgo de parecer dictadores y no ser tan simpáticos ni tener tantos fans entre los hijos. Ya no existen valores universales absolutos sino que todo tiende a llevarse al sentir común de las comunidades. Se les consulta si les parece bueno esto o aquello y a partir de los resultados se declara la bondad o la malicia de las acciones.

Ya no importa la bondad o maldad intrínseca de las cosas pues nada es bueno, nada es malo, ahora lo que cuenta es si esto es malo o bueno PARA CADA UNO y punto. Ahora parece que no existieran referentes universales ni legislador alguno capacitado para declarar el valor moral absoluto  de una acción y que lo que cuenta es el derecho a cada individuo a hacer lo que parezca y convenga. Ya no existen verdades absolutas ni bien verdadero; ahora lo que importa es MI verdad y MI concepto de bien. Con estas premisas torcemos incluso el sentido de las cosas y declaramos bueno lo malo y malo lo bueno. No quiero imaginar una sociedad en la que se le permitiera a cada uno tener su propia regla para medir la moralidad de una acción cualquiera, sería la anarquía y el irrespeto total a los derechos de los demás.

Es aquí donde la Iglesia encuentra su mayor reto con el mundo actual. El cristianismo no es mayoría absoluta en el planeta y en muchas partes es considerado como el mayor obstáculo para el desarrollo de los pueblos a causa de sus enseñanzas revolucionarias e innovadoras que propone una economía de comunión y relativiza, eso sí, el dominio absoluto de la persona sobre los bienes, declarándolo sólo administrador temporal de las cosas; así como también enseña desde el evangelio de Jesucristo valores que no dependen de la cultura, el tiempo ni la sociedad sino que apuntan a transformar las mentes de todos los seres humanos: respeto a la vida humana desde su concepción hasta la muerte natural, respeto a la dignidad de todos los hombres como creaturas semejantes al Creador, santidad del cuerpo y dignidad de la sexualidad humana y la posesión administrativa de los recursos de la tierra para el mejoramiento de las condiciones de la vida en el planeta, entre muchas otras cosas.

Hoy recordamos la invaluable labor que como hombres de fe tenemos y de la responsabilidad de ser fieles a nuestro Maestro para no predicar otro evangelio distinto del que se nos ha mandado bajo pretexto de modernidad del mundo; no estamos llamados a plegarnos al mundo sino a ser luz y sal de la tierra para que ayudemos a los que viven en tinieblas a que no desorienten su vida del fin último que es Dios mismo.

Nuestra Iglesia no está llamada a generar simpatía por sus posturas progresistas sino a ser signo de contradicción; no pretendemos ganar multitudes mediante enseñanzas que sólo pretenden halagar el oído de los fieles sino que siempre generaremos incomodidad repitiendo una y otra vez las enseñanzas antiguas y siempre nuevas de Jesús aún a costa de generar más antipatía por nuestra defensa del hombre y de su dignidad. El mundo se moderniza pero el corazón del hombre siempre será igual: proclive al mal y a la autosuficiencia. Ante esto, la Palabra de Dios lo que quiere es recordarnos que hay valores que no se escriben en piedras para que la lluvia y el viento no los borren con el paso de los años sino que se graban en el corazón para que desde allí se transmitan de generación en generación.

No defendemos un poder político, civil o religioso que esté en nuestras manos, ni defendemos leyes que socaven la libertad y autonomía humanas sino que defendemos valores inalienables e intransferibles que son eternos y que fueron establecidos para llevar al hombre a su perfeccionamiento. “Sólo la verdad os hará libres.” (Jn. 8,32). Jesús es la VERDAD.

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