Es tarea imposible hacer un mínimo recuento de la obra de los jesuitas en Venezuela sin llenar páginas y páginas de proyectos útiles y exitosos, inspirados por el santo de Loyola
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El Orinoco ilustrado y defendido es la obra maestra del Padre José Gumilla, que se cuenta entre los más destacados exponentes de “los nuevos cronistas de Indias”, misioneros que dieron forma al método científico de exploración, conocimiento y reconocimiento de los territorios hispánicos, sobre todo en el Siglo de la Ilustración (XVIII), cuando aún la mayor parte de estas provincias que hoy integran la República de Venezuela eran terrenos inhóspitos y desconocidos.
El título por sí solo describe las intenciones de estos misioneros jesuitas: por un lado, iluminar, ilustrar, con las luces de la fe católica y el conocimiento científico, aquellos remotos parajes; por el otro, defender al Orinoco y sus riberas de los enemigos de la Iglesia Católica, anglicanos, calvinistas, ingleses y holandeses que lanzaban furiosos ataques para adueñarse de esas tierras, la mayoría de las veces aliados con los caribes de Guayana.
Por ello, cuando se pretende hablar de identidad -nacional o cultural-, es decir, de aquello en lo cual se revela el rostro del país, faltarían pinceladas y trazos fundamentales y definitivos si se deja de lado la acción de los jesuitas en esta tierra, comprometidos desde los tiempos coloniales en la definición del alma colectiva de los venezolanos.
Siglo y medio de presencia educadora, con un colegio en la ciudad de Mérida (1628-1767), significativos tanteos fundacionales en Caracas y apenas medio siglo en los inexplorados territorios de las misiones en las cabeceras del Orinoco, dejaron una huella imborrable en la historia de Venezuela.
Durante un siglo los jesuitas trataron sin éxito de asentar su trabajo en el Alto Orinoco como avanzada de los llanos del Meta y Casanare, adonde entraban por los lados de Colombia. Fue el P. Gumilla quien, ya entrado el siglo XVIII, logró avanzar por el Orinoco y establecer bases más estables en medio de mil peligros y penalidades.
La actual ciudad de Cabruta en la confluencia del Apure y el Orinoco fue fundada por el P. Bernardo Rotella (en 1740), quien murió en ella ocho años después.
Más tarde sobresale el P. Felipe Salvador Gilij, quien dedicó 19 años de su vida a las misiones en el Orinoco, de donde salió a causa de la expulsión decretada por Carlos III. Su aporte filológico es el más relevante de cuantos hicieron los jesuitas misioneros del Orinoco.
Al igual que los padres Gumilla, Rotella y otros, el P. Gilij se esmeró en estudiar las lenguas indígenas llegando a dominar tres de ellas. Su Ensayo de Historia Americana es todavía hoy de máximo interés para el conocimiento y comprensión de los indígenas de las regiones del Alto Orinoco. A él debemos la primera clasificación de las lenguas del Orinoco. Sus aportes a la geografía, etnología e historia natural de Orinoco son notables.
El P. Gumilla, en su obra El Orinoco Ilustrado, contó cómo, hacia 1732, realizó la primera plantación de café en Venezuela. Asimismo se estableció la cría del ganado vacuno y el cultivo de otras plantas para poder mantener la población indígena agrupada en poblados.
Otro hombre sobresaliente fue el P. Manuel Román, quien dedicó 30 años de su vida a las misiones del Orinoco, donde murió en 1764. Dio a conocer como segura la existencia del brazo Casiquiare, enlace fluvial entre las cuencas del Orinoco y del Amazonas. Contribuyó a la defensa de las fronteras y de los indígenas contra las incursiones de los portugueses desde el Brasil.
Cuando años después Humboldt llegó al Alto Orinoco, vio sólo los vestigios de un heroico esfuerzo truncado: “El ganado de los jesuitas ha desaparecido enteramente desde el año 1795, quedando sólo en el día, como testigos de la antigua cultura de estas comarcas y de la industriosa actividad de los misioneros, algunos troncos de naranjos y tamarindos aislados en las sabanas y rodeados de árboles silvestres”.
La expulsión hizo abortar los proyectos de establecimiento en las ciudades de Caracas y de Coro y acabó con el colegio incoado de Maracaibo.
El prócer Juan Germán Roscio no los conoció pero supo de su doctrina. Él afirmó que la defensa que hacían los jesuitas del derecho de los pueblos oprimidos a la rebelión contra los tiranos fue causa de su expulsión en 1767 por el Rey Carlos III de España, temiendo que reforzara las inquietudes americanas que apuntaban ya, aquí y allá. “He aquí, dice, la verdadera causa porque fueron arrojados de los reinos y provincias de España: todo lo demás fue un pretexto de que se valieron los tiranos para simular el despotismo y contener la censura y venganza que merecía el decreto bárbaro de su expulsión”, escribió Roscio.
La Compañía de Jesús, tal como se conoce en la actualidad, reinició actividades en Venezuela en el año 1916, con la dirección del Colegio Seminario de San Rosa de Lima. Esta labor de formación del clero nacional iba acompañada por el trabajo pastoral y de predicación. En 1927, el Seminario Metropolitano pasó a ser Seminario lnter-diocesano para todo el país y, en sus aulas, se formaron muchos de los actuales Obispos y sacerdotes venezolanos.
Pronto se inició la actividad educadora para la vida civil en la que tanto había destacado en otros países la Compañía de Jesús. Con muy modestos comienzos se fundaron los colegios de primaria y secundaria: Colegio San Ignacio de Caracas (1923), el Colegio San José de Mérida (1927), el Colegio Gonzaga de Maracaibo (1945), el Colegio Javier de Barquisimeto (1953), el Instituto Técnico Jesús Obrero en Catia (1962) y el Colegio Loyola-Gumilla de Puerto Ordaz (1967).
Por encargo del Episcopado Nacional y con la iniciativa del ilustre venezolano P. Carlos Guillermo Plaza, la Compañía de Jesús fundó la Universidad Católica “Andrés Bello”, que abrió sus puertas en 1953. Hoy día, además del campus de Montalbán, en Caracas, la Universidad Católica está presente en los estados Táchira y Bolívar.
Pero el campo de la docencia tenía todavía un flanco débil: la educación popular. Debido a la iniciativa y creadora imaginación del P. José María Vélaz, surgió muy humildemente la obra de “Fe y Alegría” en 1955. La generosidad sin límites de un hombre de pueblo -Abraham Reyes-, quien puso a la orden su propia casa de barrio, y el entusiasmo juvenil de un grupo de estudiantes de la UCAB, pudo arrancar una obra llamada a reunir muchos esfuerzos religiosos en torno al reto de la educación popular católica, “allá donde termina el asfalto”.
Son hoy muchos los jóvenes venezolanos beneficiados de la labor de “Fe y Alegría”, metida de lleno en la creación de una escuela popular distinta que capacite a los jóvenes para el trabajo humanizador productivo. La modesta semilla de “Fe y Alegría”, nacida en Venezuela, ha crecido como frondoso samán que ensancha su generosa sombra en dieciséis países latinoamericanos.
Esta es, a grandes rasgos, la notable labor educadora de los jesuitas, donde prevalece el camino de la excelencia ignaciana, basado en los más claros valores del encuentro con Cristo y la vocación de servicio a los más necesitados. También es relevante y forjadora de solidaridad y búsqueda del bien común su actividad en el sector social: basta por el momento mencionar el liderazgo de los jesuitas en la red de asociaciones que trabajan en áreas de salud dirigidas a los sectores populares y su empeño en que los ciudadanos tomen las riendas y se empoderen hacia el bienestar, como la experiencia de la Corporación Catuche.
Es tarea imposible hacer un mínimo recuento de la obra de los jesuitas en Venezuela sin llenar páginas y páginas de proyectos útiles y exitosos, inspirados por el santo de Loyola. En estos momentos en los que Venezuela necesita visión de futuro, mentes ágiles, bien formadas y dispuestas a una nueva idea de patria (que escape del manoseo indecente al que la tienen sometida los sátrapas de turno), el hecho de que los jesuitas estén aquí, trabajando arduamente como siempre, es señal inequívoca de que algo bueno se está formando en la juventud venezolana.
Reporte Católico Laico / www.jesuitasvenezuela.com